En el coche tirado por aquel infeliz caballo iban sentadas ocho personas. En silencio. Solo una señora mayor, bajita y menuda, insistía en conversar, y hacía los comentarios de siempre: un calor insoportable, ese sol permanente, no hay manera que refresque... Los demás respondieron lo que siempre se responde: insoportable, terrible, no se puede casi aguantar, cada año es peor, realmente no tiene nombre…Hasta que no hubo más nada que decir del calor que estaban pasando.
La calle era muy larga, y atravesaba el pequeño pueblo de lado a lado. Ella iba hasta el final, fue la única que no habló sobre el calor, y no tenía deseos de hablar de nada. Pasaba por aquel lugar por un negocio que tenía que hacer con un contacto imprescindible que vivía allí. Inmediatamente que lo viera, tomaría otro coche de regreso por la misma calle, luego un carro para el regreso a la ciudad, y prepararse para la gestión final que no podía postergar un día más, porque estaba en unas condiciones económicas tan lamentables que se deprimía mucho cada vez que tenía que pensar en eso.
Fue cuando lo vio caminar muy tranquilo por aquella calle de tierra, brillante por el tanto sol que chocaba en ella y aquel polvo soberano por todas partes que no había manera de burlar por un instante. Era un señor de unos sesenta años, de mediana estatura, canoso, con espejuelos y parecía muy buena persona. Seguramente era médico por la bata blanca que lleva puesta (en muy mal estado, por cierto), y esa expresión que tienen las mujeres y........