LA HABANA, Cuba. – Yo cargaba un tomo enorme del Orlando Furioso, de Ludovico Ariosto, la última vez que me crucé con Delfín Prats. Fue allá en Holguín y todavía recuerdo su abrazo, y mucho más. Recuerdo el brillo de sus ojos mirando el tomo grueso, el tomazo. El libro entre mis manos le devolvió la imagen de Reinaldo Arenas, a quien entonces recordó en Gibara y solo cubierto por una trusa, sentado sobre un muelle y leyendo el Orlando Furioso de Ariosto… Yo cargaba un tomo de Ariosto y Delfín recordaba a Reinaldo Arenas.
Luego, y todavía recordando, se puso a hacer otras asociaciones, hasta que se volvió a mirar enredado con el cuerpo de un condiscípulo, también cubano, en medio de un bosque de abedules allá en Rusia, en esa Rusia en la que estudiara hace ya mucho. Y lo recuerdo ahora, y lo miro ajado y empeñado en hacer que resuene ese pasado, un pasado que sin dudas tuvo mejores resonancias que las de esos instantes en los que hablamos de Reinaldo, y de Gibara y de un bosque de abedules en Rusia.
Si al personaje de Proust una magdalena le provocó infinitos recuerdos, a Delfín se los estuvo despertando, al menos ese día, un libro de Ludovico Ariosto. Y supongo que ahora recuerde mucho más, muchísimo más. Supongo que después de enterarse de que le otorgaron, finalmente, el Premio Nacional de Literatura, ese que sin dudas mereció desde hace mucho, se desatara sin ningún freno su memoria. ¿Y qué estará recordando ahora mismo Delfín Prats? ¿Estará recordando? ¿Acaso se emborrachará para celebrar, para no recordar? ¿Será que prefiere dejar atrás ese pasado oprobioso que vivió hasta ayer? ¿Querrá olvidar?
Y quizá ahora, después del otorgamiento de ese premio, sus amigos o lectores fieles recuerden algunas de las muy tristes escenas de Santa y Andrés, esa película de Carlos Lechuga que conmovió, incluso, a los más pacatos espíritus, incluso a algunos de los más serviles. Confieso que me sentaría ahora mismo a mirar esa película, si la tuviera en mis archivos, sobre todo para recordar un poquito el infierno que viviera Delfín, el amigo de Reinaldo Arenas. Yo volvería a ver Santa y Andrés para que el entusiasmo que me trajo el premio no me lleve a olvidar las angustias que los comunistas provocaron a Delfín.
Y ahora me pregunto si terminarán, con este premio, las ojerizas que dedican a Delfín desde hace mucho, o si todo no es más que un paripé. Me pregunto si con el premio pretenden hacer olvidar aquella decisión de convertir en pulpa cada página de Lenguaje de mudos, para que luego, y desde esa misma pulpa saliera otra vez papel para publicar a algún otro autor, uno de esos escritores complacientes con el gobierno, o quizá al mismísimo Fidel Castro, el Fidel que fuera dueño, y quizá todavía lo es, de esa pulpa que terminó siendo Lenguaje de mudos. Y me encantaría saber los títulos de algunos de esos libros que fueron luego a la imprenta tras la censura de Delfín.
¿Qué libros se levantaron sobre aquella pulpa en la que se convirtió Lenguaje de mudos? ¿Quién se sentó sobre sus dolorosas páginas? Y al parecer pretenden hacernos olvidar muchas cosas, sobre todo ahora que Delfín es Premio Nacional de Literatura; ahora que le darán un dinerito, y también mensualidades que le servirán, al menos un poco, para aplacar el hambre y los dolores del alma. Y quizá con tanto entusiasmo, en medio de sus tantísimas angustias no consiga notar él mismo esa patraña; o quizá la note pero no la denuncie. Quizá el entusiasmo con el reconocimiento y los dineros que llegarán cada mes a su bolsillo lo contenten en algo, y lo silencien. Así son algunas respuestas a la miseria.
Ahora el gobierno y las autoridades comunistas creerán que quedaron libres de polvo y paja, que es sin duda lo que más les interesa. El gobierno y las autoridades de la cultura callarán un poco a quienes estuvieron reclamando para Delfín el premio, que para eso usó ese tal gobierno las pocas destrezas que asisten hoy a sus cabezas. Solo tendríamos que mirar el jurado del premio para entenderlo todo. Un jurado compuesto por un Abel Prieto que le debe a Holguín el haber nombrado El vuelo del gato ―título de una novela del exministro y ahora presidente de Casa de las Américas―, a un centro cultural de esa provincia.
Y además de Abel Prieto el jurado estuvo integrado por Cira Romero, una estudiosa de muy pocas luces y a quien apodan “Cita Romero” por el uso y abuso que hace de las citas en los “textos” que escribe. También estuvo integrado ese jurado por Enrique Pérez Díaz, cultor de literatura infantil; y Julio Travieso, quien de seguro está agradeciendo que le dediquen la próxima feria del libro, como también mucho debe agradecer ese tal Rigoberto Rodríguez Entenza, de cuyo nombre me cuesta acordarme.
Y sería muy raro que entre tantos espíritus mansos hubiera aparecido algún disenso, sobre todo después de que el más alto poder cultural dejara claro quién debía ser el premiado del año, y mucho más desde que algunos intelectuales de Holguín y de otras partes del país denunciaran las precarias condiciones en que vive el poeta Delfín Prats. El premio tenía, sin dudas, la función de un “tapaboca” y fue decidido de antemano, que para eso existe en Cuba un Ministerio de Cultura, un ministerio que tiene la función de gobernar a sus súbditos y decidir premios y condecoraciones, y hasta de nombrar jurados que sean favorables a los intereses del poder.
La función del ministerio de cultura es servir al gobierno simulando que sirve a la cultura real y libre, cuando en realidad apoya, propicia, una cultura que no se funda sobre la espontaneidad del pensamiento y mucho menos sobre las libertades en la creación. La función de ese ministerio, ya lo dejaron claro muchas veces, es la aquiescencia, aun cuando los ojos existan para ver y los oídos para oír.
El Ministerio de Cultura, es decir, el gobierno, decidió que fuera Delfín Prats el nuevo premio nacional, para de esa forma callar a los “inquietos”, para evitar las tan peligrosas discrepancias entre el poder y los artistas. Delfín Prats merece el premio, pero sin dudas lo ganó gracias al miedo que asiste al poder cultural, y al de más arriba. A fin de cuentas nos dejó dicho Platón que los ojos estaban para ver, y los oídos para oír, y a veces es bueno escuchar y oír para evitar problemas. El poder a veces entiende y decide apaciguar, y hasta premia para no perderlo todo, y sobre todo para que le dé tiempo a preparar un mejor golpe sobre algún otro delfín que aspire al Premio Nacional de Literatura.
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