LAS TUNAS, Cuba. — “Usted está exactamente en el sitio donde él cayó”, me dijo Ramón Cirilo Mora Morales, entonces un anciano de 86 años, vecino de Veguita 3 (Banes, Holguín), testigo presencial de la caída del mayor Rudolph Anderson, piloto del avión U-2 derribado por un cohete tierra-aire el 27 de octubre de 1962, día en que el mundo estuvo muy cerca de una guerra nuclear.

El mayor Anderson fue la única baja mortal durante la Crisis de los Misiles, cuando la instalación de armas nucleares soviéticas en Cuba, apuntando a las principales ciudades de Estados Unidos, pudieron incendiar a toda la humanidad con el fuego termonuclear en la tercera y quizás última guerra mundial, si Nikita Jruschov hubiera aceptado la sugerencia de Fidel Castro de ser los “primeros en asestar el golpe nuclear”.

Pensando en aquel cataclismo universal, me agaché en el cañaveral escuálido para tomar y guardar en mi mochila un puñado de tierra húmeda del lugar en que el viejo me dijo: “ahí mismo cayó, yo estaba al otro lado de la línea (ferrocarril), en la tienda de Arturo Jiménez, pagándole 25 pesos que le debía”.

Ese puñado de tierra de Veguita 3 —que hasta hoy no tenía un destino definido y ha permanecido empacado entre mis libros— lo tomé en mis manos el 27 de octubre de 2012, coincidentemente un sábado nublado, como el día del suceso, a las 10:17 de la mañana. Justo a esa hora había caído el piloto estadounidense, cincuenta años atrás, en aquel sitio de la otrora provincia de Oriente adonde fui para escribir una serie de artículos que CubaNet publicó por el medio siglo de la Crisis de los Misiles.

La vida nos depara acontecimientos misteriosos y en mi profesión este fue uno de ellos. Así lo sentí aquel día, hace diez años, cuando me relató la historia la misma persona que entonces llamé “señor López”, y que suturaría heridas recibidas por un accidente de tránsito a uno de los artilleros rusos que derribó el U-2, y luego también cosería las desgarraduras en el cadáver del piloto estadounidense.

Esta mañana experimenté una luz como aquel día, cuando fui al cuarto donde murió mi madre y agonizó mi padre, y donde entre libros y periódicos viejos, todos estos años, permaneció la tierra de Veguita 3 sobre la que cayó el cadáver de Rudolph Anderson, atado a la silla del U-2, del que no pudo catapultarse porque, según los expertos, murió instantáneamente, sin oxígeno, a más de 20 kilómetros de altura, cuando una esquirla de la metralla debió rasgar su traje reglamentario.

La luz que vi, imaginé o sentí abrasadora cuando esta mañana otra vez tuve en las manos el envoltorio de tierra, me llevó a la pregunta: ¿qué hubiera sucedido si tras el derribo del U-2 y la muerte del piloto Anderson, Estados Unidos hubiera respondido del mismo modo, con fuego contra Cuba? Recordarán los lectores que, durante todos esos días, los estadounidenses mantuvieron desde sus bases en Florida decenas de misiles (algunos con cargas nucleares) preparados para interceptar los cohetes soviéticos si eran disparados desde Cuba. En el espacio aéreo permanecieron bombarderos con armas nucleares, protegidos por cazas.

El señor López me aseguró que durante todo el tiempo que ellos estuvieron suturando y aplicando formol al cadáver del mayor Anderson, en la preparación inicial antes de enviarlo a Santiago de Cuba para su traslado a La Habana, le impresionó que, mientras ellos hacían el trabajo necrológico, todos los jefes militares cubanos que allí se encontraban, entraban, miraban y salían, viéndoseles muy preocupados, porque era como si con aquel americano muerto “hubiera comenzado la guerra termonuclear”, dijo.

En aquella oportunidad, López también diría que el día del derribo del U-2, los oficiales soviéticos con los que tenía relaciones amistosas y se encontraban destacados en La Anita, un barrio rural relativamente próximo a Banes, luego vinieron a su casa, donde acostumbraban a pasar ratos bebiendo. De allí fueron al lugar en que cayó el avión, donde el jefe político de la batería, Nicolai Grechanik, bromeando le chapurreó: “Gavana gavarit (Habana habló). Anderson dormir, soldat cubano”. Era algo impensable que un jefe militar en la Isla hubiera ordenado derribar el avión estadounidense, cuando el Estado cubano carecía de jurisdicción legal, política y militar en el territorio donde estaban emplazadas las fuerzas armadas soviéticas.

Afortunadamente, y por la mesura del presidente Kennedy y del gobernante soviético Nikita Jruschov, el destello de luz cegador sólo se ha producido en mi mente. La guerra nuclear que intentó desatar Fidel Castro en mensaje dirigido el 26 de octubre de 1962 al mandatario de la URSS, no se produjo. La humanidad sigue viva; sólo uno de sus hijos, Rudolph Anderson, murió.

En 2014 visité varias ciudades de Estados Unidos, entre ellas Greenville, Carolina del Sur, la ciudad donde nació el piloto derribado en Cuba; y pensé llevar a su tierra natal el puñado de suelo cubano donde cayó, para esparcirlo junto a un roble americano, en un parque cualquiera. Luego pensé que al lugar donde nació el caído, no debía llevarse tierra del sitio de su muerte.

Así permaneció ese terrón de Veguita 3 entre mis libros, hasta hoy. Sobre él plantaré, en mi tierra, un roble blanco para Rudolph Anderson y todos los que sobrevivimos hace 60 años, cuando la humanidad estuvo al borde de la muerte.

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QOSHE - Para Rudolph Anderson y los que sobrevivimos hace 60 años, un roble blanco - Alberto Méndez Castelló
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Para Rudolph Anderson y los que sobrevivimos hace 60 años, un roble blanco

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28.10.2022

LAS TUNAS, Cuba. — “Usted está exactamente en el sitio donde él cayó”, me dijo Ramón Cirilo Mora Morales, entonces un anciano de 86 años, vecino de Veguita 3 (Banes, Holguín), testigo presencial de la caída del mayor Rudolph Anderson, piloto del avión U-2 derribado por un cohete tierra-aire el 27 de octubre de 1962, día en que el mundo estuvo muy cerca de una guerra nuclear.

El mayor Anderson fue la única baja mortal durante la Crisis de los Misiles, cuando la instalación de armas nucleares soviéticas en Cuba, apuntando a las principales ciudades de Estados Unidos, pudieron incendiar a toda la humanidad con el fuego termonuclear en la tercera y quizás última guerra mundial, si Nikita Jruschov hubiera aceptado la sugerencia de Fidel Castro de ser los “primeros en asestar el golpe nuclear”.

Pensando en aquel cataclismo universal, me agaché en el cañaveral escuálido para tomar y guardar en mi mochila un puñado de tierra húmeda del lugar en que el viejo me dijo: “ahí mismo cayó, yo estaba al otro lado de la línea (ferrocarril), en la tienda de Arturo Jiménez, pagándole 25 pesos que le debía”.

Ese puñado de tierra de Veguita 3 —que hasta hoy no tenía un destino definido y ha permanecido empacado entre mis libros— lo tomé en mis manos el 27 de octubre de 2012, coincidentemente un sábado nublado, como el día del suceso, a las 10:17 de la mañana. Justo a esa hora había caído el piloto estadounidense, cincuenta años atrás, en........

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