A veces el idioma descansa sobre asunciones éticas. Una de ellas es la de que quien está por encima de los demás disfruta de esa posición por sus méritos. De esa forma nuestra lengua confunde a veces lo excelente con lo poderoso, por mucho que siglos de historia demuestren lo contrario. Es lo que sucede con el adjetivo supremo, que usamos para referirnos a algo sublime, elevado o sobresaliente, cuando en realidad solo define una posición jerárquica de superioridad.
La prueba más evidente la tenemos en el Tribunal Supremo. No se llama así porque esté compuesto por los mejores juristas, sino simplemente porque está por encima de todos los demás. El supremo es el tribunal que tiene la última palabra, no por la excelencia de sus miembros sino porque es el último. No tiene, para cuestiones judiciales, a ningún otro por encima y su criterio, por tanto, se convierte en definitivo.
El Tribunal Supremo, y en especial su Sala Segunda, se está empeñando en que todos le perdamos el respeto
Esa función que se le asigna es también una enorme responsabilidad. Tanta, que tendría sentido nombrar para un tribunal tan decisivo a los mejores juristas. Sin embargo, ni la ley ni nuestros usos políticos, llevan a que sea así. Para convertirse en miembro del Tribunal Supremo español no hace falta pasar un examen. Ni siquiera unos méritos especiales o ser el más antiguo en la carrera. Nada de eso. Es un tribunal elegido discrecionalmente; es la manera técnica de decir que se nombran a dedo. El CGPJ, un órgano compuesto por representantes de los grandes partidos políticos, puede nombrar para el Supremo al juez o jurista que quiera, con el único requisito de que lleve unos años en su trabajo. De entre los miles de candidatos posibles, el Consejo nombra a cualquiera. No voy a ahondar en la red de intercambio de favores, amiguismos y control político que esto implica, porque la........