Buena parte de los obstáculos que retenían las decisiones de inversión corporativa y de los hogares se han debilitado en los últimos meses, desde el coste y disponibilidad de la financiación hasta las dudas sobre la recuperación que encubrían los conflictos geopolíticos, pasando por los niveles de endeudamiento de los agentes. Pero cuando se han consumido casi cinco años desde la parálisis de la pandemia, los recursos destinados a formación bruta de capital siguen en los niveles de 2019. Lentamente se han restablecido las condiciones para que se desate la inversión, pero no lo hace. Persiste demasiado tiempo un déficit de expectativas y un superávit de incertidumbre que cuesta disolver.
En estas humildes prédicas escritas en el agua se ha llamado hasta la pesadez la atención sobre este fenómeno poco normal en una economía que acumula en los últimos dos años mayores dosis de dinamismo y generación nominal de empleo en Europa, pese a que los socios continentales han superado con holgura las cifras de inversión conquistadas en 2019. Pero si la pasividad para tomar decisiones de inversión tenía justificación tras el tantarantán del covid, ahora carece de excusas, o al menos de excusas de carácter financiero. La explicación de la precaución debe alojarse en variables más líquidas, más intangibles, menos detectables, menos manejables.
Cinco años con una de las variables más importantes de la actividad económica bajo mínimos, sin duda la que más efecto multiplicador genera sobre la economía, es demasiado tiempo como para no desequilibrar el crecimiento y debilitar los pilares que lo sostienen a largo plazo. El volumen de la inversión detectado por la Contabilidad Nacional........