La Unión Europea ha asumido el liderazgo en la lucha contra el cambio climático. La Ley Europea de Cambio Climático establece, de manera vinculante, que, al menos, se reduzcan las emisiones de gases de efecto invernadero, GEI, en un 55% para 2030, con una propuesta previa de reducirlas hasta el 90% en 2040, para alcanzar la descarbonización y la neutralidad climática en 2050.
La alta dependencia energética del exterior de la Unión Europea, al carecer de suficientes recursos fósiles, es nuestro talón de Aquiles y nos convierte en una economía frágil y desigual a la hora de dar respuesta a la volatilidad de los mercados energéticos provocada por posiciones geoestratégicas arbitrarias. No hemos sabido contrarrestar las diferentes crisis que se han producido en los últimos 50 años, para las que hemos tenido respuestas puntuales y poco cohesionadas, con un carácter político más coyuntural que estructural.
Por otro lado, aunque nuestro posicionamiento en una transición energética basada en las renovables y en la eficiencia energética ha sido ambicioso en objetivos energéticos y políticas climáticas, no se han proyectado para garantizar un futuro con liderazgo ni se ha materializado en toda la distribución geográfica los beneficios económicos y sociales. Esto se debe a que las promesas no han estado acompañadas por una política industrial, fiscal y económica que permitiera mantener una independencia y un liderazgo en el desarrollo de tecnologías de aprovechamiento y transformación de fuentes renovables. Tampoco se ha apostado por tecnologías bajas en carbono o por la extracción y recuperación de minerales estratégicos en el marco de la economía circular que se abre paso con muchas dificultades, a pesar de las directivas y los reglamentos recién aprobados.
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