Tenía fama de ser un hombre justo y trabajador. Lo mismo levantaba un muro, que tallaba un mueble por encargo o colocaba una puerta de un cobertizo, por eso le llamaban carpintero. Era de la estirpe de David y trabajaba siempre fuera de Nazaret, porque en aquel pueblo muy pequeño no había trabajo para él. Un día acordaron su boda con María, una niña hacendosa, callada y obediente, que vivía apenas a unos 50 metros colina abajo.
Pero de pronto, todo cambió aquella tarde que volvía de Monte Tabor tras una jornada de duro trabajo, en la que de camino a su hogar paró en la casa de María. Se encontró a su futura suegra llorando amargamente. “María está embarazada”, le dijo de sopetón mientras no paraba de llorar. Se le cayó el alma a los pies. De repente su futuro se había hecho añicos como una vasija de barro estrellada sobre el suelo. Tendría que repudiarla discretamente.
Por la noche, no pudo tomar alimento alguno para cenar, pero tenía que descansar algo para ir a trabajar al día siguiente. Y arrebujado en el jergón y sin poder conciliar el sueño, abrió los ojos ante una presencia luminosa que le deslumbraba. Era un ángel, lo reconocía. Se sacudió y todo su ser temblaba, pero entonces el ser luminoso habló: “No temas, José. Toma a María por esposa. El niño ha sido engendrado por el Espíritu Santo. Le pondrás por nombre Jesús”.
Cuando María estaba de ocho meses, el emperador César Augusto publicó un edicto según el cual cada ciudadano debía empadronarse en su lugar de nacimiento. Suponía que tendrían que ir de Nazaret a Belén, un trayecto muy pesado para una mujer en avanzado estado de gestación. Pero la orden del emperador no admitía discusión ni demora.
María sufría dolores durante el camino, pero al entrar........