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Sebastián Piñera y la santidad

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19.02.2024

La santidad política es un misterio. La santidad no está en la persona, no está necesariamente (ni principalmente) en sus actos. La santidad no es de este mundo, pero tampoco de otro. Todo en ella se encuentra en las circunstancias. La santidad es la conversión de la mediocre existencia humana en un bien absoluto y con pretensión de reconocimiento universal. Ante el santo profesamos nuestro regocijo, nuestra congoja, en resumen, nuestro reconocimiento. La santidad es una energía antigua.

Las energías más arcaicas de una sociedad se pueden depositar sobre personas. A veces para bienestar del afectado, a veces para horror de quien se torna la víctima. Se puede estar bendecido y o se puede estar maldito.

Hay ocasiones en que una persona se torna chivo expiatorio y todos los males se reciclan en él.

Hay otras ocasiones (inversas a la anterior) en que toda la esperanza o el amor de una sociedad se deposita en una persona. Y esa persona se torna santa. Es un hecho extraño que está más allá de los burocratismos de religiones que pueden dotar de santidad a quien nadie reconoce como tal.

Muchos líderes políticos sueñan con la santidad, pero es un beneficio escaso. De obtenerla por alguna razón (Mandela, por ejemplo) se cuenta con un recurso extraordinario: la capacidad de unir, de vincular, de integrar.

Es la energía religiosa por excelencia (religión es re-ligare, es decir, volver a reunir) y esa potencia, sin religión de por medio, es un poder enorme que otorga certeza donde no la hay, belleza donde ella escasea y claridad donde hay confusión. Es algo superior a la perfección. El santo produce el rendimiento de la perfección con la causa de la impureza. Maradona, por ejemplo.

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Los políticos aman la santidad

Los políticos, volvemos a ello, aman la santidad. La buscan, es su sueño. Es el camino más corto entre dos puntos, el recurso más preciado. Muy pocos lo logran en vida. Normalmente es un accidente de la historia. Por supuesto, los líderes suelen creer que la santidad es de ellos y que se la merecen. Pero por cierto que no es así. Nadie merece la santidad, es un hecho social, no un premio al esfuerzo.

Muy rara vez algún líder instala su santidad y su doctrina a la vez. De alguna manera es lo más parecido al mérito. Patricio Aylwin insistió gritando perentoriamente “¡civiles y militares!” en un llamado a la unidad cuando las pifias del Estadio Nacional, en la misa fundacional de la renovada república, caían sobre él por llamar a la unidad con los militares.

Fue allí que Aylwin repitió las tres palabras en un imperativo categórico (¡civiles y militares!) Las pifias trocaron en aplausos y la transición se hizo carne. Un halo de santidad se depositó sobre él. No fue una santidad extraordinaria, no fue emocionante, pero fue suficiente y se fue perdiendo con el tiempo. De todos modos, los siguientes presidentes no la consiguieron.

Frei Ruiz-Tagle no la conoció,........

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