La brújula política en las teorías sobre la nación

Los mejores estudios sobre el nacionalismo contemporáneo retomaron el enfoque de Lenin. Utilizaron esa referencia para evaluar el sentido de esa corriente política en distintos países y coyunturas. El importante trabajo de Hobsbawm se inspiró inicialmente en la mirada del líder bolchevique, distinguió las distintas variantes de la matriz nacionalista y evaluó su conexión con el proyecto socialista.

La principal dificultad para caracterizar a esos movimientos nunca radicó en la comprensión de sus raíces. El gran enigma siempre estuvo centrado en su calificación política, como procesos positivos o negativos para la emancipación de los pueblos. El primer Hobsbawm resolvió ese dilema en forma acertada, destacando la potencial convergencia o discordancia de esas corrientes con el horizonte socialista.

El renombrado historiador recordó, ante todo, que la mirada marxista es internacionalista y por lo tanto crítica del nacionalismo. Pero señaló también la inexistencia de meras contraposiciones entre ambas posturas. Resaltó la compleja variedad de entrecruzamientos, que Lenin conceptualizó en su distinción del nacionalismo reaccionario, burgués y revolucionario. Con este fundamento señaló que los marxistas amoldan con criterios pragmáticos su evaluación de las demandas nacionales, en función de un proyecto socialista rector.

CONCEPTUALIZACIÒN LENINISTA

Hobsbawm precisó que los socialistas no se posicionan a favor, ni en contra de un programa de soberanía, en la medida que la propia nación ha sido un fenómeno histórico mutable. Reconocen la realidad de los Estados y las naciones existentes y evalúan cada demanda de separación, unificación o independencia en función de su empalme, divorcio o rechazo de la perspectiva poscapitalista. Con esta óptica no sostienen, ni rechazan a priori a ningún movimiento nacionalista (Hobsbawm, 1983).

Este acertado enfoque presupone la primacía analítica de la clase y no de la nación como criterio orientador. La nación es vista como un proceso construido, en estrecha relación con los intereses de las clases dominantes, los conflictos entre las potencias y las confrontaciones con las masas populares. Esas tensiones determinan la dinámica de cada nacionalismo.

Los textos que Hobsbawm escribió para fundamentar el carácter ¨fabricado¨ de las naciones fueron articulados en torno a esa lógica clasista. Su atención a la alfabetización, el sistema educativo, la burocracia, el servicio militar y el universo simbólico siguió ese razonamiento, que jerarquiza el ideal comunitario socialista sobre las metas o creencias nacionales.

Hobsbawm adoptó la óptica de Lenin para observar los movimientos de autodeterminación nacional y para convalidar su validez en los casos de raigambre legítima y sostén popular. Pero remarcó al mismo tiempo la conveniencia de soluciones federativas superadoras de la mera fragmentación fronteriza. Señaló que esa asociación era más congruente con el rumbo socialista que la multiplicación de las divisorias nacionales.

Con ese enfoque objetó tanto el rechazo cosmopolita de cualquier nacionalismo, como la reivindicación acrítica de esos movimientos. Propuso valorar cada caso, sin prejuzgar aprobaciones y rechazos, observando si enlazaban o contrastaban con la construcción de sociedad poscapitalista. Utilizó esa brújula para conceptualizar la historia de la nación y del nacionalismo en las últimas dos centurias, resaltando la gran plasticidad de ambas configuraciones. Notó que esa adaptabilidad explica su persistente atractivo en períodos tan prolongados.

Hobsbawm ilustró cómo el nacionalismo emergió junto al liberalismo y fue posteriormente capturado por la derecha. Analizó de qué forma se transformó en una gran bandera contra los ocupantes extranjeros y cómo fisuró a las sociedades entre patriotas y traidores. Destacó que fue el estandarte de las clases ilustradas y también de los sectores oprimidos y señaló que esa maleabilidad determinó las relaciones ambiguas con el socialismo indicadas por Lenin.

El gran historiador del siglo XX estudió la contradictoria dinámica que generó la multiplicación de Estados nacionales al compás de la descolonización. Esa fractura de territorios en dos centenares de países trastocó el mapa de posguerra, revirtiendo el principio previo de inviabilidad de las estructuras geográficas pequeñas. Esa mutación expresó la derrota de los decadentes imperios de Occidente, pero convalidó también el sometimiento de los nuevos países a la dependencia económica y a la soberanía formal imperantes bajo el capitalismo contemporáneo (Machover, 2016).

Hobsbawm destacó el contraste entre las formas visibles de opresión de la primera mitad de la centuria pasada y la opacidad prevaleciente en el período posterior. Bajo los regímenes coloniales o semicoloniales esa dominación era cristalina. La generalización de procesos independentistas en el Tercer Mundo y la aparente igualdad entre las naciones, tornó más borrosas esas relaciones y la consiguiente valoración de los movimientos nacionales de liberación. Pero una dificultad mucho mayor irrumpió con el fin del ¨siglo corto¨, que Hobsbawm indagó luego de la implosión de la Unión Soviética.

¿DECLIVE DEL NACIONALISMO?

Toda la diferenciación entre nacionalismos progresistas y regresivos -que Hobsbawm retomó de Lenin en función de su potencial convergencia con socialismo- quedó a su juicio anulada por el colapso de la URSS (Hobsbawm, 2011: 391-396).

Identificó ese desplome con la desaparición de las expectativas en alguna proximidad del socialismo y esa constatación lo indujo a modificar su mirada del nacionalismo. Tendió a observar a ese movimiento como un bloque más uniforme y desfavorable para los proyectos populares. Descartada cualquier convergencia con el proyecto socialista, ya no registró los aspectos positivos de esas corrientes que había notado en el pasado.

Pero en realidad, su propio distanciamiento del ideal comunista precedió al desplome de la URSS y estuvo signado por crecientes aproximaciones a la socialdemocracia y a las vertientes más conservadoras del eurocomunismo (Piqueras, 2013). Frente al caso latinoamericano acentuó sus críticas al Che y sus objeciones a la estrategia expansiva de la revolución cubana, revalorando la política de compromisos con las clases dominantes que auspiciaba Lula (Roth, 2018).

Con ese registro diagnosticó en la última década del siglo XX el declive general del nacionalismo. Estimó que esa fuerza ya no operaba como un vector del cambio histórico y atribuyó esa decadencia a la creciente impotencia del Estado-nación frente a la globalización

(Hobsbawm, 2000a: cap 6). Destacó que la mundialización de las relaciones económicas y políticas tornaba inviable la acción efectiva de los pequeños estados y subrayó la paradójica incompatibilidad de esa impotencia con la multiplicación de esas entidades.

El gran referente de la historia social contrastó ese declive actual, con el período de gestación de los Estados nacionales durante el siglo XIX y con la renovada vitalidad, que exhibieron los movimientos de liberación nacional en la centuria posterior (Hobsbawm, 2000b). Entendió que la dinámica de la transnacionalización anulaba la continuidad de ambos procesos (Balakrishnan, 2000). Otros estudiosos coincidieron en el mismo cuestionamiento a la viabilidad de los Estados nacionales en la era de la globalización (Hroch, 2000).

Hobsbawm atribuyó también el declive del nacionalismo a la novedosa preeminencia de una cultura juvenil internacionalizada. Entendió que esa generalizada absorción de modas globales contrastaba con la continuidad de las fracturas nacionales. Por esa razón ponderó la gestación de archipiélagos multinacionales en las regiones más dinámicas del planeta, bajo el efecto combinado de la industrialización, la emigración y la urbanización. Señaló que el multilinguismo era tan inevitable, como la pragmática aceptación del inglés en su estatus de lengua franca (Hobsbawm, 2000a:cap 5).

Su mirada fue compartida por los autores que resaltaron cómo la proliferación de naciones chocaba con la homogenización de las culturas. Entendieron que ese contrapunto diluía las diferenciaciones que alimentaron al nacionalismo (Harman, 1992).

Esos razonamientos ratificaron la presentación contemporánea de ese movimiento como una rémora del pasado y afianzaron un diagnóstico de su impronta invariablemente conservadora. También resaltaron el contraste de la xenofobia contemporánea con el nacionalismo liberal de principio del siglo XIX (Hobsbawm, 2000b). Señalaron que ese último antecedente estaba exento de requisitos etnolingüísticos de homogeneidad y recordaron que esa tradición fue retomada por el anticolonialismo de Gandhi, Nehru y Mandela.

Con ese rechazo frontal del nacionalismo contemporáneo, Hobsbawm reforzó sus simpatías por las soluciones federativas a todos los diferendos nacionales, en creciente sintonía con la tradición austro-marxista. Ponderó la mirada de Bauer, que enaltecía la convivencia de los distintos grupos nacionales albergados por el imperio austro-húngaro. Esa reivindicación empalmó con su propio apego a la formación multiétnica de Gran Bretaña, amenazada por el despunte de nacionalísimos contrarios al enlace forjado por el Reino Unido.

RESURGIMIENTO DE LA CUESTION NACIONAL

La tesis de una acentuada declinación del nacionalismo fue abandonada por Hobsbawm en los años 90, cuando ese pronóstico quedó desmentido en numerosos rincones del planeta. El historiador reconoció la renovada vitalidad del movimiento que imaginaba decaído. El desacierto de su previsión se verificó también en el propio ámbito británico, donde había descartado el resurgimiento del nacionalismo galés y escocés, que recuperaron una significativa centralidad.

El punto culminante de esa misma tendencia se verificó en el Brexit del 2016, que se impuso electoralmente con banderas de recuperación de la gloria pasada de Inglaterra (Sassoon, 2021). Además, el separatismo que inicialmente estalló en los territorios de la ex Unión Soviética y sus aledaños de Europa Oriental se extendió al resto del Viejo Continente, confirmando que el resurgimiento nacionalista no era un fenómeno pasajero.

El erróneo diagnóstico de Hobsbawm fue refutado por varios críticos. Uno de sus principales objetores detalló el carácter complejo y diverso del renacimiento nacionalista. Señaló que numerosas poblaciones buscan en esa referencia formas de protección del viejo estado, frente al arrollador atropello que introdujo la globalización neoliberal (Lowy, 1998).

Esa misma tendencia explica la canalización ultraderechista del descontento actual. Sus lideres adoptaron un disfraz de rebeldes para recuperar las banderas del nacionalismo reaccionario. Reflotaron las leyendas fundacionales de la ¨invención de la nación¨ que Hobsbawm desmitificó con tanto detenimiento. Trump recrea la nostalgia del dominio global norteamericano, convocando a engrandecer nuevamente a los Estados Unidos. Sus colegas ingleses retoman las reminiscencias del pasado victoriano y Vox invita a rememorar la antigua gravitación colonial de España (Urban, 2024: 24-59).

La ultraderecha resucita ese antiguo nacionalismo, para recrear los resentimientos contra el extranjero endiosando la identidad nacional. En muchos casos esa retórica irrumpe a la defensiva, corporizando un repliegue identitario muy distante del viejo nacionalismo chauvinista, que promovía guerras fronterizas de una potencia contra otra. Especialmente en el Viejo Continente prevalece un paneuropeísmo enmascarado en el derecho a la diferencia, que ensalza una identidad cristiana, occidental, blanca y patriarcal contrapuesta a los inmigrantes de África y el mundo árabe. Pero en sus incontables variantes, la reaparición del nacionalismo corrobora el error de los presagios que anunciaban su extinción.

Es cierto que en la oleada actual se verifica el cariz reaccionario que advirtió Hobsbawm y confirmaron muchos estudios del repliegue hacia la etnicidad, las identidades gregarias y al derecho de sangre. Pero la equiparación de todos los nacionalismos contemporáneos con una impronta regresiva es tan equivocada........

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