La izquierda: antes una solución, hoy un problema

El libro de Carlos Blanco es una inteligente crítica a la actual izquierda neoliberal, hoy hegemónica en Occidente. No es un libro escrito por un intelectual de derechas o, simplemente, por un liberal clásico. Por el contrario, es un texto de un académico que no critica a la izquierda como tal, sino su deriva contemporánea, liberalista y atlantista, contraponiéndola a su propio pasado socialista y antiimperialista.
Olvidada de sí misma y de su pasado, la neoizquierda poscomunista y vanguardista ha interiorizado plenamente, sobre todo después de 1989, la mirada y el horizonte de los vencedores, por tanto, de sus propios enemigos tradicionales. Y lo ha hecho, muy a menudo, con una complicidad obscenamente reivindicada con el orgullo de quienes han elegido estar en el "lado correcto de la historia", es decir, en el lado -al menos por ahora- vencedor.
La nueva izquierda se ha convertido, en última instancia, a las razones del enemigo impugnador que había labrado su propia historia e identidad. En otras palabras, se ha convertido en aquello contra lo que había luchado. En su forma acabada desde los años 90, la izquierda, en casi todo el cuadrante occidental del planeta, aparece como completamente desproletarizada y desprovista de referencias al mundo del trabajo, mera representante del individualismo competitivo liberal-libertario titular de mercancías y derechos civiles, es decir, de los derechos del consumidor individualizado y cosmopolita. Ya no lucha contra la abstracción tan concreta que es el capitalismo, sino para que éste se afirme también en los ámbitos reales y simbólicos que aún no ha conseguido colonizar. Ya no lucha por la superación del mundo de la mercancía, sino por su defensa contra todo lo que pueda poner en peligro su dominio.
Como Mattia Pascal, el protagonista de la obra maestra de Luigi Pirandello de 1904, la izquierda también consideró posible cambiar de identidad. Y optó por vivir una "nueva vida", rompiendo cualquier relación residual con la anterior. Puesto que la izquierda roja y socialista había sido, en lo moderno, la verdadera fuerza que había prometido una emancipación coral y un curso compartido de salvación superior a la mera aceptación de lo existente, mostrar cómo se ha convertido ahora -en su tránsito del rojo al fucsia y al arco iris, del anticapitalismo al ultracapitalismo- aquello contra lo que luchaba representa un primer paso necesario para actualizar los mapas y darse cuenta de que la brújula está averiada. Y que, como he demostrado ampliamente en Demofobia siguiendo los pasos de mi mentor Costanzo Preve, es necesario abandonar a la izquierda -junto con la derecha- a su deshonroso destino, para fundar sobre nuevas bases una filosofía política de comunitarismo socialista y democrático, internacionalista y populista, que aspire a la redención de los últimos y, con ellos, de la sociedad en su conjunto.
Antropológicamente, la neoizquierda poscomunista del arco iris ha producido a su imagen y semejanza un deplorable belén -o, si se prefiere, un infierno dantesco-, poblado por atribulados radicales chic y megalómanos del caudillismo, por celosos neófitos y arrogantes conversos camino de Damasco, por arrepentidos por puro oportunismo, por "servidores voluntarios", por guardianes profesionales y por Mattia Pascal, cuya irresponsabilidad sólo es igualada por su cinismo: una tribu muy diferenciada internamente, pero cuyos habitantes están unidos por el tránsito, convencido o resignado, a la defensa del bando que una vez combatieron y, sinérgicamente, por el abandono, por olvido inconsciente o voluntad reivindicada, de una historia y una tradición que habían dado voz y organización a los últimos y a sus deseos de mejores libertades.

La consecuencia, trágica y al mismo tiempo irresistiblemente cómica, debería ser bien conocida. En el marco cosificado de la sociedad de mercado global del capitalismo absoluto, en el que el culto al valor de cambio y la Nueva Izquierda se convierten dialécticamente el uno en el otro, être de gauche significa ser dócilmente servil a los dictados de los mercados financieros y las traqueteantes bolsas, pero también a las invasiones humanitarias de países soberanos decididas por Washington. De nuevo, significa tomar las calificaciones de las agencias de calificación como referencia y la austeridad depresiva como horizonte político. Y, por tanto, encontrarse hablando la misma neolengua gris que los funcionarios del FMI, los tecnócratas del BCE y los "especialistas sin inteligencia" -según la fórmula de Weber- del sistema bancario sin fronteras. Significa, además, luchar contra todo lo que pueda interferir de algún modo con el orden de los mercados -identificado sin reservas con el Progreso- y, por tanto, dejar a los derechistas la tarea de impugnar, al menos en parte -y en todo caso sólo verbalmente y para ganar consenso, ça va sans dire- ese léxico y esa mentalidad. En una palabra, se trata de celebrar el mundo tal como es, impugnando toda posible rectificación operativa del mismo, asimilándolo ideológicamente a priori al retorno del fascismo y del totalitarismo. A través de una catábasis a veces dolorosa en el submundo de la hipocresía y la subalternidad, pero también de la incapacidad epocal para descifrar la realidad y su ritmo de desarrollo, ésta es, en definitiva, la silueta obscena de la neoizquierda que encontramos hoy en Occidente: una nueva izquierda que, asimilando la perspectiva de los grupos dominantes en la escena mundial y des-historizando totalmente su mirada, se ha adherido sin reservas al proyecto, al léxico y a las categorías de los grupos dominantes a los que tradicionalmente había combatido. Es la "izquierda de los jefes ejecutivos" (Federico Rampini), que combina la indiferencia y la idiosincrasia respecto a las clases trabajadoras y los obreros con la celebración indolente -en el vértice de la subalternidad- del mito de Steve Jobs (patrón de Apple) y Sergio Marchionne (CEO de FIAT con un salario miles de veces superior al de sus empleados): en otras palabras, dos figuras que la izquierda "roja" y anticapitalista habría considerado antaño modelos negativos, cuando no enemigos de clase declarados.
Frente al nuevo escenario de conflicto de clases, la neoizquierda descafeinada no tiene nada que objetar. Y, en la mayor parte de su articulación, está -directa o indirectamente- del lado del bloque oligárquico neoliberal, apoyando su programa de clase oculto tras la persuasiva categoría de "progreso". La disolución de la explosiva unión entre la izquierda y el pueblo ha tenido como consecuencia, por tanto, la caída en picado del pueblo en el abismo de la desigualdad, la irrelevancia y la mortificación más indecente y, al mismo tiempo, el ascenso de la izquierda a la cúspide de los grupos dominantes, la defensa de su cosmovisión y de sus intereses materiales.
Subsumida -al menos tanto como la derecha- bajo el capital, la nueva izquierda del arco iris ya no aspira a la trascendencia del cosmos de la morfología capitalista; una trascendencia que, por el contrario, se esfuerza afanosamente en hacer impensable además de impracticable. Su imaginario de mercantilización plena coincide con el de los vencedores del globalismo, según el cual la libertad no es más que la posibilidad de autoafirmación y automodelado del átomo startup en el espacio del mercado reducido a un plano liso de competencia planetaria y al libre flujo omnidireccional de mercancías y personas mercantilizadas.
Los propios derechos por los que lucha la izquierda arcoiris posmoderna ya no son los del trabajo y la dignidad social: en su lugar, coinciden con los caprichosos deseos individualistas y consumistas de las clases adineradas (desde los "úteros de alquiler" hasta la "transición de género"), que quieren tanta libertad como puedan comprar. La idea de una humanidad socializada, habitada por individuos libres e iguales, en la que ya nadie es explotado ni explotador, ha sido desbancada por la pesadilla de un bazar planetario, en el que todo el mundo tiene derecho a ver satisfechos sus deseos estrictamente en forma de mercancía.
Las relaciones sociopolíticas y su dialéctica conflictiva permanecen fuera del radar de la izquierda neoliberal: la imagen hegemónica del mundo, a la que se adhiere y que muy a menudo se convierte en su vector privilegiado de difusión, recita que, au fond, todos estamos en el mismo barco, movilizados en una excepcional empresa común, la de nuestro propio éxito empresarial como competidores en el espacio abierto del mercado global. Y que la lucha por la libertad corresponde a la celosa empresa de demoler todo lo que aún pueda obstaculizar de diversas maneras la realización de la mencionada imagen del mundo como espacio desregulado para la competencia ilimitada. Para la izquierda descafeinada con los matices del arco iris, es necesario derribar no el capitalismo, sino todos los límites que, tanto simbólica como realmente, aún pueden frenar su ritmo omnímodo (desde las fronteras nacionales hasta las identidades sólidas, desde los derechos........

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