"De todos los instrumentos de producción, la fuerza productiva más grande es la propia clase revolucionaria"
Karl Marx.
Dentro de la tradición política occidental, el concepto de legitimidad ha estado siempre vinculado al de autoridad, legalidad y justicia. La palabra procede del término latino legitimus, y este tiene su étimo, su raíz en legis ("ley"). Bajo la ley romana, se consideraba legítima una decisión o una acción cuanto esta era establecida, referida o expelida por una institución originariamente reconocida, que poseía la capacidad de hacer justicia y dar respeto de la norma compartida.
Bajo el principio del "Quod omnes tangit, ab omnihus tractari et approbari debet" [lo que a todos afecta, debe ser tratado y aprobado por todos], este precedente de legitimidad se vio vinculado a la tradición constitucionalista, y por medio de ella, a la democracia moderna y al carácter soberano del ciudadano como sustento del poder político.
En tal sentido, para autoras como Fabienne Pete, la legitimidad describiría, por una parte, las condiciones necesarias para el adecuado ejercicio del derecho a gobernar, y por otra, las condiciones bajo las cuales los ciudadanos contraerían la obligación de aceptar dicha gobernanza, con base a reglas y obligaciones recíprocamente conocidas, tanto por el gobernado como por el gobernante.
Posterior a la Revolución francesa y la Revolución estadounidense, florecieron los gobiernos representativos donde el consentimiento y la voluntad de los gobernados se convirtieron en la única fuente de legitimidad y obligación política. Ello supuso la aparición de una nueva concepción de la ciudadanía, una donde se le consideraba como fuente de legitimidad política, legitimidad delegada por medio del voto.
Esta legitimidad, otorgada por sufragio, tenía dos problemas fundamentales; el primero circunscrito a la propia condición de ciudadanía otorgante del voto, que hasta bien entrado el siglo XX arrastraba serios sesgos de género, raza y clase, lo cual la convertía, en realidad, en una noción antimayoritaria y elitista.
El otro problema era la relación entre gobernante y gobernado, o representante y representado. Al aislar a los representantes, respecto de los representados, las democracias y gobiernos representativos hacían de la legitimidad comunicante entre ambos un elemento pasivo y lleno de negación. Pasivo porque el poder político fruto del proceso legitimante solo tenía un carácter unidireccional; solo podía ir del representado al representante, eliminando cualquier tipo de iniciativa al margen del........