Pecados políticos
Vanidad, cualidad de lo efímero, lo superficial, lo aparente; un retrato perfecto de estos tiempos. La voz, proveniente del latín vanitas (“fraude”, “apariencia engañosa”) y derivada de vanus (“hueco”, “vacío”, “vano”), remite sin desvíos a la idea del vacío tras la fachada. “La vanidad, esa necesidad de ponerse a sí mismo en el primer plano lo más visiblemente posible, es lo que conduce al político a caer en la falta de responsabilidad. El demagogo se halla en continuo peligro de convertirse en un actor y de tomar a la ligera las consecuencias de sus acciones, preocupándose solo por la impresión que produce”. En La política como profesión (1919), Max Weber -quien por cierto dedicó particular atención al estudio de la religión desde una perspectiva sociológica en obras como La ética protestante y el espíritu del capitalismo– no dudaba al catalogar a la vanidad como el mayor de los “pecados” del político. “Enemiga mortal de toda entrega a una causa”, de toda mesura y “del distanciamiento respecto a sí mismo, en este caso”, la vanidad (comienzo de todos los pecados, según el papa Gregorio Magno) se presenta así como compañera falaz, trivial y demasiado humana, muy extendida y hasta disculpada en ciertos espacios.
En círculos académicos y científicos como los que frecuentaba el propio Weber, por ejemplo, suele aparecer como “especie de enfermedad profesional”, una manifestación ciertamente antipática. Ah, pero no es lo mismo la vanidad inocua del hombre de ciencia que aquella que se presenta en el político, quien inevitablemente apela al ansia de poder como su primer instrumento. El “instinto de poder” puede considerarse, de hecho, “entre sus cualidades normales. El pecado contra el Espíritu Santo de su profesión comienza en el momento en que esta ansia de poder deja de ser positiva”, cuando se convierte en algo que no toma en cuenta las cosas, cuando “deja de estar exclusivamente al servicio de la ‘causa’ para convertirse en........





















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