No hay crimen que desenmascare más a Occidente que el «nazismo». Como denunciaría Aimé Césaire, voz descolonial del Caribe antillano, al final del callejón sin salida de Europa, está Hitler; al final de la racionalidad moderna/colonial, deseosa de perpetuarse, está Hitler.
El salvajismo del «nazismo» visibiliza el carácter deletéreo de una civilización que se fundamenta en anular a la alteridad. Hitler nos muestra las fisuras y las heridas de una civilización que marcha en pos de la dominación, de la violencia, del odio racial y de la irracionalidad de una forma de estructurar la vida en sociedad en la que deshumanizar al otro es un acto ontológico (es decir: es constitutivo de esa forma de ser y estar en el mundo). El racismo es una lógica fundacional del mundo moderno/colonial.
Hitler, lejos de ser una deformación o un accidente, es una síntesis de la forma misma del sistema colonial europeo, que brota, penetra, gotea violencia genocida. Contrario a las interpretaciones eurocentradas que ponen el acento en la anomalía del fascismo en Europa respecto a la historia de Occidente, Césaire afirma que Hitler es solo una consecuencia de la historia colonial. «Valdría la pena estudiar, clínicamente, con detalle ―plantea Césaire―, las formas de actuar de Hitler y del hitlerismo, y revelarle al muy distinguido, muy humanista, muy cristiano burgués del siglo XX, que lleva consigo un Hitler y que lo ignora, que Hitler lo habita, que Hitler es su demonio, que, si lo vitupera, es por falta de lógica, y que, en el fondo, lo que no le perdona a Hitler no es el crimen en sí, el crimen contra el hombre, no es la humillación del hombre en sí, sino el crimen contra el hombre blanco, es la humillación del hombre blanco», y el hecho de haber aplicado en Europa procedimientos colonialistas que, hasta la fecha, se usaban exclusivamente contra africanos, indígenas, árabes o asiáticos.
Ese Hitler que vive en cada sujeto moderno (sea humanista, científico, político, campesino; sea del centro o de la periferia) ha sido cultivado, absuelto y legitimado por la racionalidad moderna, por cinco siglos. ¿O acaso son invisibles los pueblos colonizados, las culturas vaciadas y pisoteadas, las religiones asesinadas, los saberes aniquilados, las posibilidades otras suprimidas? ¿Qué podemos decir de los millones de seres humanos a quienes se les ha inculcado el miedo, el complejo de inferioridad, el temblor, el ponerse de rodillas, la desesperación, el servilismo? Más allá: ¿cuál fue la reacción de Occidente mientras masacraba, como parte de sus diseños globales coloniales, a los pueblos de Abya Yala, de África o de Asia? La barbarie de Hitler resume la cotidianidad de la barbarie moderna/colonial. Lo grave es que la Europa de la que nace el mundo moderno/colonial jamás ha dejado de creer en la «superioridad» de su civilización ni en el encubrimiento/aniquilación del otro.
El fascismo de Hitler constituye lo que el sociólogo puertorriqueño Ramón Grosfoguel, siguiendo a Césaire, llama un asunto de la colonialidad inherente al sistema moderno mundial: «Los métodos que, históricamente, fueron y siguen siendo usados contra el mundo no europeo son inherentes al lado oscuro de la modernidad, es decir, la colonialidad. Antes de ser sus víctimas, los europeos fueron, en primer lugar, cómplices del nazismo, al legitimarlo, por siglos, siempre que se tratara de poblaciones no europeas. No hay nada original en el nazismo que no fuera antes implementado por el colonialismo contra pueblos no europeos. […] Lo que Europa describe como “nazismo” no es otra cosa que el colonialismo regresando a casa para conquistar a los conquistadores».
Este golpe devuelto por la violencia que Occidente produce es clave ponerlo sobre la mesa; porque, de acuerdo con lo que señala Aimé Césaire, la acción colonial, la empresa colonial tiende inevitablemente a modificar a aquel que la emprende: lo deshumaniza. «El colonizador ―ahonda Césaire―, al habituarse a ver en el otro a la bestia, al ejercitarse en tratarlo como bestia, para calmar su conciencia, tiende objetivamente a transformarse él mismo en bestia»; desde su relación con el otro.
Las interpretaciones manipuladas e instrumentalizadas para no develar la violencia genocida de Occidente son una expresión de esa civilización que Césaire sentencia como decadente: una civilización que se calla la verdad, mientras cierra los ojos ante los problemas que suscita y justifica su dominación con un sinfín de trampas o argumentos falaces (en los que, lamentablemente, tienden a caer los que transgreden el sistema-mundo hegemónico y se rebelan contra él); una civilización que recurre a narrativas profundamente individualistas, patologizantes y moralistas, para no ir al fondo de los problemas que nos atraviesan como sociedad, producto de un sistema organizado «desde adentro» por el desprecio y la dominación del otro humano y del otro no humano… una civilización que ha establecido, en el tiempo y el espacio, de manera simultánea, múltiples y heterogéneas jerarquías globales de dominación, imbricadas entre sí. Cualquier reflexión sobre la expansión colonial europea y su racismo debe reconocer la hipocresía colectiva de Occidente y el peligro de una cosmovisión que no solo se impone, sino que genera reacciones derivadas e invertidas. «Esta Europa ―diría Césaire―, citada ante el tribunal de la “razón” y ante el tribunal de la “conciencia”, no puede justificarse; y se refugia cada vez más en una hipocresía aun más odiosa, porque tiene cada vez menos probabilidades de engañar. Europa es indefendible».
Esa civilización indefendible de la que nos habla el poeta Césaire es la misma que nos tiene sumidos en la crisis ecosocial de hoy, producto de una jerarquía ecológica global (así la describe Grosfoguel), que enfatiza la separación humano-naturaleza, donde la naturaleza es siempre objeto, nunca sujeto, con formas de vida inferiores y siempre pasiva, exterior a los humanos y un medio para un fin; con todas las consecuencias nefastas para la vida. Desde esta jerarquía, se descartan otras cosmovisiones y formas de entender holísticamente el ambiente (donde los humanos son parte integral de la ecología planetaria, coexistiendo con otras formas de vida dentro del mismo cosmos, y la “naturaleza” es un fin en sí misma). El pensamiento cartesiano habilita formas de dominación de la madre tierra, a través de la ciencia y de la técnica, destinadas a la producción de bienes materiales y al control de la subjetividad. Así lo expresa Grosfoguel: «La mirada cartesiana lleva la racionalidad de la destrucción ecológica, pues, al pensar a la naturaleza como objeto, como medio para un fin y como dualistamente exterior a los humanos [peor aún: debajo de ellos], toda la tecnología que construye lleva, dentro de sí, la racionalidad de la destrucción de la vida, y no la de su reproducción. Al romper la comunidad de vida entre los seres humanos y la naturaleza no humana, cada uno comienza a comprenderse como individuo, como propietario privado, como señor de la Tierra. En este sentido, el desastre ecológico no es solo un efecto de las tendencias devoradoras y destructivas del capitalismo, sino que está directamente relacionado con su cosmovisión moderna». ¡No puedes aniquilar lo que te constituye!
He ahí el veneno que siembra en la psique, en el espíritu, en el tejido social la cultura moderna/colonial. Esa es también la hipocresía y la doble moral de una civilización que se forma sobre los hombros de la cosificación/exterminio del otro distinto: por un lado, nos escandalizamos y nos indignamos frente a ciertas violaciones y torturas, ciertos asesinatos y genocidios; pero aplicamos y toleramos, como un método «natural» y «normal», la colonización del otro. Ese es el problema colonial.
El fenómeno del fascismo y su relación con la colonialidad se ofrece como un espejo para entender la necesidad de hacer un desplazamiento del criterio ontológico de la modernidad y cambiar la geografía de la razón. El ejercicio que hace Aimé Césaire, de poner a Europa (su racionalidad, su modelo de «desarrollo», su ciencia, su subjetividad, sus formas de relación) en el banquillo, es fundamental e ineludible, si no queremos mantenernos cómplices de una civilización moribunda, que amenaza y destruye la vida. Si no abrimos los ojos, estamos condenados a volver a rumiar, como por vicio, la vomitona de Hitler.