Querida Ainhoa, porque así te llamas. Escribiste recientemente una carta a la directora de El País en la que expresabas tu pesar porque a los 26 años ha aparecido en tu vida el fantasma de la impotencia. “Soy consciente de que nunca seré madre, ya voy tarde”, afirmabas, mientras te lamentabas por vivir todavía en casa de tus padres o por ser una periodista que está cansada de ser becaria. Ainhoa, tu circunstancia no es excepcional. De hecho, es difícil ser un veinteañero español y no sentirse como quienes trepan por la cucaña y son conscientes de que, al mínimo traspiés, se despeñarán y volverán al punto de inicio, que es el suelo, firme, pero duro. Todo sucede demasiado rápido hoy en día; todo lo que poseemos tiende a ser efímero y todo lo que está a más allá de un palmo de distancia se ve demasiado borroso.

Muy triste esta carta a la directora de ⁦@el_paispic.twitter.com/aj62MJX9S4

Desde hace unos cuantos años, nos han intentado convencer de que el éxito de una sociedad reside en la igualdad, mientras que el del individuo, en la independencia. Todo eso es falso. Muchos de quienes te rodean seguramente hayan caído en la trampa de considerar que un ser humano es más libre cuantas menos explicaciones tenga que dar sobre sus actos, como si la vida fuera un ejercicio similar al del prófugo o al del adolescente onanista. Por eso hay quien considera que el éxito radica en emanciparse, en elegir sin negociar con nadie la serie de Netflix de cada día y en utilizar Tinder en búsqueda de emociones rápidas que espanten nostalgias inoportunas, pero no comprometan a nada.

La insatisfacción de tu generación y de la mía viene, en parte, por considerar que la felicidad pasaba por cumplir con esos objetivos, cuyo recorrido no es mucho mayor que los del adolescente que se escapa de casa en busca de emociones sobre las que no tenga que reportar a sus padres. ¿Y qué? Pues poco más. Pero mientras tus coetáneos han crecido con esa aspiración, hay quien ha hecho todo lo posible por desviar la vista de lo importante, que sigue siendo lo esencial. Es decir, la casa, la familia y la libertad para emprender sin trabas, en busca de un futuro mejor. Nos han manipulado hasta la saciedad. Nos han tomado por tontos y a lo mejor lo somos. Porque hay muchos que se han creído que son más libres pese a que las familias antes podían adquirir una vivienda con el sueldo del cabeza de familia -y en unos pocos años-, mientras ahora rezan porque uno de los dos progenitores no se quede sin trabajo, dado que, de lo contrario, las pasarán canutas para afrontar las mensualidades de la hipoteca, firmada a 30 años. Quien viva solo y no tenga la suerte de su lado, directamente, no podrá ser propietario.

Por eso te habla cada pocos días el periódico de Pepa Bueno -y en cualquiera de la prensa que ha dejado de cumplir con su función- de lo moderno que es el concepto de co-living -compartir piso- o de la tendencia de los neoyorquinos de hacer la colada en la lavandería, donde se conoce a gente interesante. Por eso, te intenta convencer de que el car-sharing (compartir coche) o el patinete eléctrico son mejores que el comprar un automóvil. O por eso te transmiten que la dieta sin carne es más sostenible que la omnívora. Entre medias, te suelta todo tipo de monsergas sobre la igualdad, que cualquier Gobierno que se considere progresista debe defender, “frente a los privilegios”, cuando, en realidad, ese concepto ni existe, ni existirá. Es la gran falacia utópica de nuestro tiempo.

Te quieren pobre y satisfecha, como esos amigos tuyos que celebran los likes que reciben en Instagram o los polvos anónimos, los de fondo de armario... los intrascendentes, pero reconfortantes. Hazañas pírricas de noches previsibles. Y te prefieren sola, dado que una madre de familia siempre es más dura de roer que alguien que no tiene una prole que mantener. Así que te venderán una y otra vez que un individuo es más libre cuantas menos veces deba reportar a los demás.

A lo mejor es el momento de emigrar y de tratar de labrarte el futuro en lugares donde los inviernos son más fríos, pero las redes clientelares del poder y la ignorancia, mucho menores que donde gobiernan los 'defensores de la igualdad'.

Ése es el principal error de los mediocres de nuestro tiempo. El otro, es lamentarse y bajar los brazos. Hay que perseverar, llorar lo menos posible y desconfiar de todo aquel poder que reparta premios o soluciones gratuitas. Al mismo tiempo, hay que ser consciente de que el pedigrí, el apellido, la cana (y éste es el país de los canosos 'empoderados') y la fortuna muchas veces son más relevantes que el esfuerzo diario. Pese a todo, la persistencia siempre conduce a lugares interesantes, a los que nunca llegan quienes se ahogan en sus lágrimas en la habitación de su casa o esperan la enésima ayuda pública. Las gachas poco nutritivas que reparte el poder.

No te rindas y no pienses que no hay un lugar en el mundo en el que la tierra no es lo suficientemente fértil como para que puedas echar raíces. Y no descartes marcharte si no es aquí. A lo mejor es el momento de emigrar y de tratar de labrarte el futuro en lugares donde los inviernos son más fríos, pero las redes clientelares del poder y la ignorancia, mucho menores que donde gobiernan los 'defensores de la igualdad'. Habrás escuchado que los más preparados de las nuevas generaciones se han largado a otras partes de Europa, donde ganan más dinero, los impuestos son más justos y se emplean mucho mejor; y uno no tiene la sensación de que le valoran según la edad o la cercanía o lejanía a Ferraz.

El BBVA calcula que esa fuga de talento le ha costado a España 155.000 millones de euros. El fenómeno incrementará en los próximos años si la política española -en las instituciones y las empresas- no se endereza. Se quedarán los mediocres y se marcharán los inquietos. La chusma se mantendrá y todo lo brillante huirá. Incluso habrá debates -como en países como Uruguay- sobre la posibilidad de que los expatriados no puedan participar en las elecciones. Quienes destrozarán el país querrán que la sociedad sea endogámica para no perder sus parcelas de poder.

Tu tarea no es cambiar todo eso, querida Ainhoa. Tampoco la mía. Es estúpido luchar contra la estulticia colectiva. Ahora bien, a lo mejor ha llegado el momento de dejar de lamentarse y actuar para que puedas ser madre, vivir fuera de la casa de tus padres, encontrar un buen trabajo y sentirte realizada. Que no te manipulen los idealistas, ni los melindrosos, ni los patriotas de pacotilla. Si no te dejan ser feliz aquí, márchate a otro sitio sin mirar atrás.

QOSHE - Carta a la lectora de 'El País' que se siente fracasada a los 26 años - Rubén Arranz
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Carta a la lectora de 'El País' que se siente fracasada a los 26 años

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12.01.2024

Querida Ainhoa, porque así te llamas. Escribiste recientemente una carta a la directora de El País en la que expresabas tu pesar porque a los 26 años ha aparecido en tu vida el fantasma de la impotencia. “Soy consciente de que nunca seré madre, ya voy tarde”, afirmabas, mientras te lamentabas por vivir todavía en casa de tus padres o por ser una periodista que está cansada de ser becaria. Ainhoa, tu circunstancia no es excepcional. De hecho, es difícil ser un veinteañero español y no sentirse como quienes trepan por la cucaña y son conscientes de que, al mínimo traspiés, se despeñarán y volverán al punto de inicio, que es el suelo, firme, pero duro. Todo sucede demasiado rápido hoy en día; todo lo que poseemos tiende a ser efímero y todo lo que está a más allá de un palmo de distancia se ve demasiado borroso.

Muy triste esta carta a la directora de ⁦@el_paispic.twitter.com/aj62MJX9S4

Desde hace unos cuantos años, nos han intentado convencer de que el éxito de una sociedad reside en la igualdad, mientras que el del individuo, en la independencia. Todo eso es falso. Muchos de quienes te rodean seguramente hayan caído en la trampa de considerar que un ser humano es más libre cuantas menos explicaciones tenga que dar sobre sus actos, como si la vida fuera un ejercicio similar al del prófugo o al del adolescente onanista. Por eso hay quien considera que el éxito radica en emanciparse, en elegir sin negociar con nadie la serie de Netflix de cada día y en utilizar Tinder en búsqueda de emociones rápidas que espanten nostalgias inoportunas, pero no comprometan a nada.

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