Tras el final de la segunda guerra mundial, EEUU concluyó que una de las causas que la habían desencadenado fue el proteccionismo de los años treinta. Esa decisión, adoptada primero por Herbert Hoover y luego confirmada por Franklin Delano Roosevelt, perseguía combatir la crisis de 1929 con políticas proteccionistas que priorizasen el mercado interno. El comercio internacional se derrumbó a lo largo de la década previa a la guerra sumiendo en la miseria y la incertidumbre a muchos países europeos que dependían del mercado mundial. Uno de esos países era la Alemania de Weimar, que, machacada por el desempleo y la falta de expectativas, terminó engullida por el nazismo.

Al terminar la guerra se pensó con buen criterio que el mundo libre tenía que predicar con el ejemplo y favorecer el comercio permitiendo que cada país se especializase en lo que mejor sabía hacer. Habían descubierto algo que Frederic Bastiat, un economista francés del siglo XIX, ya anticipó con una frase lapidaria: si las mercancías no cruzan las fronteras, lo harán los soldados. Ese espíritu fue el que alumbró en la década de los cincuenta la Comunidad Económica Europea que, con el correr del tiempo, se transformó en la Unión Europea. El comercio ha hecho más por la paz en Europa que todos los tratados de paz juntos.

El proceso globalizador de la economía se aceleró tras la caída del muro de Berlín y el colapso del bloque del Este. En la década de los noventa una nueva economía se incorporó al comercio mundial dinamizándolo aún más: China, que había hecho una serie de reformas favorables al libre mercado y que crecía anualmente por encima del 10%. Nada hacía pensar que eso fuese a cambiar hasta que Donald Trump llegó a la Casa Blanca. En su primera semana en el Despacho Oval, Trump retiró a Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico y exigió una renegociación del tratado con México y Canadá, el NAFTA, firmado en 1994 y al que Trump culpaba de estar desindustrializando EEUU. Después de tres años de negociaciones entró en vigor un nuevo tratado con otro nombre: USMCA (United States-Mexico-Canada Agreement).

Los vínculos comerciales con México y Canadá eran demasiado importantes como para prescindir de ellos, pero no quería hacer lo propio con otros países, de ahí la salida del Acuerdo Transpacífico. Elevó los aranceles (una prerrogativa presidencial) sobre infinidad de productos, especialmente los provenientes de China y puso en marcha una agresiva campaña de Buy American (“Compre estadounidense”) con la que muchos de sus votantes estaban encantados. Cuando Biden ganó las elecciones en 2020 se pensó que eso se acababa. Biden se presentaba como el anti-Trump, pero tan pronto como ocupó la Casa Blanca y se puso a gobernar se reveló como el continuador de Trump en todo lo relativo a la política comercial.

Al igual que Trump, ha tratado de fomentar la industria estadounidense siguiendo el lema Buy American mediante la concesión de subsidios a las empresas que cumplan ciertos requisitos. Los aranceles aplicados por motivos de seguridad nacional siguen afectando al acero y la guerra comercial con China entra ahora en su sexto año. Biden no hizo ningún intento de volver a unirse al Acuerdo Transpacífico, y los nuevos tratados comerciales que ha propuesto como el Marco Económico Indo-Pacífico o la Asociación de las Américas para la Prosperidad Económica no ofrecen a los firmantes acceso preferencial al mercado estadounidense. En cuestiones comerciales, Biden ha continuado o aumentado el proteccionismo de la época de Trump con todos los costes que implica para el consumidor medio y para la propia competitividad de la economía.

Hace un año, en su discurso sobre el Estado de la Unión, Biden anunció que todos los materiales de construcción utilizados en obras públicas financiadas con dinero federal tendrían que estar fabricados en Estados Unidos. Todos, desde un simple clavo hasta los cables de fibra óptica pasando por el vidrio o el acero. Trump no se atrevió a tanto. Biden está llevando el Buy American a sus últimas consecuencias. Por ejemplo, la Ley de Reducción de la Inflación de 2022 ofrecía un subsidio de hasta 7.500 dólares para los compradores de vehículos eléctricos nuevos, pero sólo si los materiales para las baterías de esos vehículos se habían fabricado en EEUU o si había sido ensamblado en América del Norte. La Ley de Reducción de la Inflación preveía ayudas a una serie de proyectos relacionados con la transición energética, pero si los aerogeneradores o los paneles solares estaban fabricados en EEUU. Eso colocaba fuera a los chinos, pero también a socios mucho más cercanos como la UE, Japón o Corea del Sur. Lo mismo sucedió con la Ley de Empleo e Inversión en Infraestructuras de 2021. Todo tenía que ser de producción propia o, a lo sumo, proveniente de Norteamérica.

La política de Buy American tiene costes directos sobre el bolsillo de los estadounidenses. En el caso de productos de gran consumo como los automóviles se nota menos porque hay una base industrial mayor y, por lo tanto, mayor competencia interna. Si se encarecen las importaciones estas empresas siguen compitiendo entre ellas en un mercado que es inmenso y muy apetitoso. Pero las restricciones comerciales no afectan sólo a los productos de gran consumo. El equipamiento militar como aviones, carros de combate o barcos es un buen ejemplo. Los fabrican un número muy pequeño de empresas y los contratos normalmente se renegocian para compensar los sobrecostes y los retrasos que se aceptan como el precio a pagar por la seguridad nacional.

El sector de las infraestructuras es más similar de lo que parece al de la defensa. Sólo unas pocas empresas tienen la tecnología y la capacidad necesaria para construir carreteras, puentes, túneles, parques eólicos, parques solares y redes de banda ancha. Esos contratistas necesitan infinidad de componentes que tienen que comprar fuera. Como eso no pueden hacerlo en el extranjero se anula la competencia desde el principio, se elevan los costes y aparecen las demoras. Construir un puente o un parque solar no afecta a la seguridad nacional, por lo que aquí Biden apela al crecimiento económico y a los empleos. Pero la economía crece y el desempleo no es un problema que ahora tenga EEUU. Está en mínimos históricos oscilando entre el 3% y el 4%. Nada que ver con lo que pasó en la depresión del 29, cuando el desempleo superó el 25%.

Esto no ha hecho más que generar fricciones con sus aliados, que se han apresurado a hacer lo mismo. La ley de Chips de 2022 comprometía 76.000 millones de dólares para desarrollar la industria de semiconductores en EEUU. En la UE, temiendo que estos subsidios les afecten directamente, han creado su propia línea de ayudas y han elevado los aranceles a los semiconductores estadounidenses para compensar las subvenciones a sus empresas. Algunas multinacionales como Samsung o TSMC han levantado fábricas de semiconductores en Texas y Arizona para atender al mercado estadounidense, pero esos chips tendrán difícil salir de allí. De este modo se van creando pequeños compartimentos estancos que lo único que provocan es ineficiencia y represalias mutuas. No es extraño que los europeos lleven tanto tiempo amenazando con imponer nuevos impuestos a los servicios digitales a las empresas tecnológicas como Google o Facebook por el dinero que ganan en la UE. Estas tasas tecnológicas han enfadado a todo el mundo en Washington, pero obedecen a una represalia por la absurda política proteccionista que comenzó Trump y que Biden ha continuado e incluso intensificado.

La cuestión es que el proteccionismo es popular entre muchos votantes. Ahí hemos de ir a buscar la razón de este fenómeno tan tóxico. Republicanos y demócratas compiten entre ellos para anunciar nuevos programas que protejan aún más sus respectivos mercados. Los votantes creen que con ello se blindarán los empleos y la economía en su conjunto, pero no es cierto, los únicos protegidos son los empresarios locales dispuestos a cumplir con los requisitos que se impongan desde arriba para optar a los subsidios. No es algo que sea sostenible ya que no atiende a razones económicas, sino políticas. Los consumidores pagan más por lo mismo. Algo parecido sucede con las empresas, especialmente las pequeñas cuya competitividad queda muy afectada ya que no pueden acudir al mercado mundial para rebajar sus costes. No es bueno para casi nadie, pero esto del proteccionismo es una de esas pésimas ideas que muchos acogen comprando las premisas, pero no las consecuencias.

QOSHE - El proteccionismo está de vuelta - Fernando Díaz Villanueva
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El proteccionismo está de vuelta

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03.02.2024

Tras el final de la segunda guerra mundial, EEUU concluyó que una de las causas que la habían desencadenado fue el proteccionismo de los años treinta. Esa decisión, adoptada primero por Herbert Hoover y luego confirmada por Franklin Delano Roosevelt, perseguía combatir la crisis de 1929 con políticas proteccionistas que priorizasen el mercado interno. El comercio internacional se derrumbó a lo largo de la década previa a la guerra sumiendo en la miseria y la incertidumbre a muchos países europeos que dependían del mercado mundial. Uno de esos países era la Alemania de Weimar, que, machacada por el desempleo y la falta de expectativas, terminó engullida por el nazismo.

Al terminar la guerra se pensó con buen criterio que el mundo libre tenía que predicar con el ejemplo y favorecer el comercio permitiendo que cada país se especializase en lo que mejor sabía hacer. Habían descubierto algo que Frederic Bastiat, un economista francés del siglo XIX, ya anticipó con una frase lapidaria: si las mercancías no cruzan las fronteras, lo harán los soldados. Ese espíritu fue el que alumbró en la década de los cincuenta la Comunidad Económica Europea que, con el correr del tiempo, se transformó en la Unión Europea. El comercio ha hecho más por la paz en Europa que todos los tratados de paz juntos.

El proceso globalizador de la economía se aceleró tras la caída del muro de Berlín y el colapso del bloque del Este. En la década de los noventa una nueva economía se incorporó al comercio mundial dinamizándolo aún más: China, que había hecho una serie de reformas favorables al libre mercado y que crecía anualmente por encima del 10%. Nada hacía pensar que eso fuese a cambiar hasta que Donald Trump llegó a la Casa Blanca. En su primera semana en el Despacho Oval, Trump retiró a Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico y exigió una renegociación del tratado con México y Canadá, el NAFTA, firmado en 1994 y al que Trump culpaba de estar desindustrializando EEUU. Después de tres años de negociaciones entró en vigor un nuevo tratado con otro nombre: USMCA (United States-Mexico-Canada........

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