Desde que Pedro Sánchez confunde la actualidad con la realidad, y la verdad con los hechos alternativos, España es un país en el que se vende cara la certidumbre. Y, sí, ya sé que la duda es incómoda y la certeza resulta muchas veces ridícula, pero no se trata de metafísica, sólo de que las cosas que se prometen, se cumplan. A esas certezas elementales y sencillas me refiero. En los últimos años, y muy especialmente desde que tenemos gobiernos que llegan al poder sin ganar las elecciones y dependen de la voluntad de terceros -un día Podemos, otro ERC, hoy Puigdemont-, las certezas se han ido consumiendo. A cambio nos vamos acostumbrando a vivir, o a ir tirando, que es una expresión muy nuestra y muy triste, sosteniéndonos en la escasez vital que nos da la confusión, la duda y la pereza.

Españoles que van tirando sin esperar ningún favor de una clase política alimentada por el odio de cada día, y desde las últimas elecciones generales por la alienación de un huido de la justicia al que un gobierno acorralado por la corrupción lo ha elevado a categoría de víctima y gran estadista. El gran fabulador catalán es malo y destila odio, pero no es idiota, y aprovecha huecos y resquicios que la falta de inteligencia y de pundonor de Sánchez van sembrando. Cuando la única obsesión es el poder cueste lo que cueste, los principios dejan de importar; cuando el que se equivoca sabe que las consecuencias de su error se pagan con la pólvora del rey, pero no con una condena, el atrevimiento se transforma en la antesala de la provocación, y ésta, en el final posible y deseable de una carrera inaudita. ¿Está Sánchez sentenciado? Veremos.

El Gobierno sabe que está alumbrando una ley de amnistía que no comparten ni entienden la mayoría de los españoles, incluidos muchos de sus estafados votantes, pero ha decidido suicidarse cuando, puestos a elegir entre el interés general y el particular -el de Sánchez, por supuesto-, ha elegido el más conveniente para sostener el poder de la forma que sea.

Pedir a los ciudadanos que la ley de amnistía perdone los delitos cometidos en el pasado, y quizá los que se vayan a cometer, es demasiado para tantas personas que, a estas alturas, además de la certeza han perdido su capacidad de sorpresa. Todo es creíble. Cualquier disparate cabe en un gobierno formado por gente cuya opinión no importa más allá del zaguán de su casa. Se está con Sánchez o contra él. Incluso los que han estudiado leyes y fueron en otro tiempo magistrados de prestigio y respeto, se amparan en que todo lo que sale por mayoría en el Parlamento es legal. Que sea justo es lo de menos. Todo es bueno para el convento con tal de que siga este Gobierno de carnaval en movimiento. Y ya me perdonarán la rima ramplona.

La certeza a la que me refiero tiene que ver con lo previsible. Que los malos paguen lo que hacen y consigan el favor de la justicia cuando se arrepienten. “Yo me comprometo hoy y aquí, decía en un debate electoral en 2019, a traer de vuelta Puigdemont y que rinda cuentas ante la justicia española”. Yo me comprometo, yo me comprometo. Esta misma semana Sánchez cerrará una amnistía a la medida de Puigdemont, al mismo tiempo que el amnistiado anuncia que sigue apostando unilateralmente por la independencia. Todo por la convivencia, Pedro. Yo me comprometo, yo me comprometo. Quosque tandem abutere…? ¿Hasta cuándo abusarás de nuestra paciencia…?

No hay certidumbre allí donde reposa el disparate. Ver al presidente este fin de semana en Roma decir a sus compañeros europeos que el alma de Europa está en riesgo por culpa de la extrema derecha es sobrecogedor. ¿Nadie de la Internacional Socialista tuvo la ocurrencia de preguntarle algo tan sencillo como, ¿pero tú a quién le debes la presidencia?

Porque se la debe a un partido xenófobo, dirigido por un prófugo de la justicia española, que teje pactos con la extrema derecha europea y conspira con agentes rusos de Putin. He ahí una certeza que no interesa recordar. Pero lo es, una certeza en estado puro. Sánchez, que sigue siendo incapaz de distinguir entre mentiras con algo de verdad y verdades con algo de mentira, no se acaba en sí mismo, ha hecho escuela, y le salen imitadores y trasuntos que sudarían tinta para ganarse el pan haciendo monólogos por ahí.

Como no quiero parecer injusto, y mucho menos maleducado con la tercera autoridad del Estado que es Francina Armengol, me ahorraré los adjetivos que con tanta facilidad afloran con esta señora que vino a Madrid premiada por el gran líder después de una derrota electoral, que así es como ha llegado a la presidencia del Congreso. Hay cientos de miles de personas que podrían ser presidente del Gobierno, sostenía Zapatero cuando mandaba. Y millones las que podrían estar en el sillón de Armengol en este momento. Por no exigir ni siquiera se exige limpieza en el currículo político. Pregunta que amerita respuestas certeras y en las que bastaría un sí o un no: ¿Sabiendo lo que hoy sabemos de la expresidenta balear, la hubiera nombrado Sánchez?

Armengol, que aún no sabe que va a dimitir, dice sentirse asqueada por las cosas que se van conociendo. Asqueados, señora presidenta, los ciudadanos que hoy saben que usted misma autorizó el pago a la trama de las mascarillas después de que los técnicos del Gobierno balear detectasen el fraude y le dijeran que no eran para uso hospitalario. Cierto, cuando se vive en un muladar, la atmósfera termina siendo respirable y la imposibilidad de advertir el mal olor es inviable porque todos, y todas, huelen igual. Para evitar el más mínimo contacto, me permito aconsejarles que sean cuidadosos, mucho, con lo que leen y escuchan esta semana. Lo que vean ya va dando lo mismo.

Seguro que recuerdan a algún sufrido profesor de lengua o literatura empeñado en que sus alumnos reflexionarán con un simple pensamiento del que tenían que sacar algunas conclusiones. Yo recuerdo a uno que nos ponía en el encerado una frase y no permitía que nos levantáramos hasta que no hubiéramos escrito al menos un folio. Si me siguen el juego les propongo hoy esta que José Luis Ábalos pronunció con gesto áspero y circunspecto el lunes de la semana pasada: "Si el problema soy yo, no soy problema".

Por favor, sean rigurosos, mantengan el decoro, escriban claro y contengan la risa.

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Cuando gana el prófugo, el diletante pierde

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05.03.2024

Desde que Pedro Sánchez confunde la actualidad con la realidad, y la verdad con los hechos alternativos, España es un país en el que se vende cara la certidumbre. Y, sí, ya sé que la duda es incómoda y la certeza resulta muchas veces ridícula, pero no se trata de metafísica, sólo de que las cosas que se prometen, se cumplan. A esas certezas elementales y sencillas me refiero. En los últimos años, y muy especialmente desde que tenemos gobiernos que llegan al poder sin ganar las elecciones y dependen de la voluntad de terceros -un día Podemos, otro ERC, hoy Puigdemont-, las certezas se han ido consumiendo. A cambio nos vamos acostumbrando a vivir, o a ir tirando, que es una expresión muy nuestra y muy triste, sosteniéndonos en la escasez vital que nos da la confusión, la duda y la pereza.

Españoles que van tirando sin esperar ningún favor de una clase política alimentada por el odio de cada día, y desde las últimas elecciones generales por la alienación de un huido de la justicia al que un gobierno acorralado por la corrupción lo ha elevado a categoría de víctima y gran estadista. El gran fabulador catalán es malo y destila odio, pero no es idiota, y aprovecha huecos y resquicios que la falta de inteligencia y de pundonor de Sánchez van sembrando. Cuando la única obsesión es el poder cueste lo que cueste, los principios dejan de importar; cuando el que se equivoca sabe que las consecuencias de su error se pagan con la pólvora del rey, pero no con una condena, el atrevimiento se transforma en la antesala de la provocación, y ésta, en el final........

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