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Desde niño, sin que llegara mucho a la conciencia, me hacía feliz el hecho de que América latina, y por ende Venezuela, estuviese alejada de los escenarios de guerra, alguna excepción hecha (Las Malvinas, claro) y guerrillas que nunca me parecieron lo mismo. Más que temer, las he temido claro, las guerras, me parecen éticamente espantosas, diabólicas, la máxima expresión del tánatos que nos habita. Me quitan más que otra cosa el respeto por la especie humana. No por azar Freud descubrió esa pulsión fatal después de la primera guerra mundial. Diría que soy pacifista y antimilitarista radical.

Por eso me han inquietado tanto Ucrania y ahora el Medio Oriente, el crimen brutal de Hamas y el castigo de Israel, sobre esos dos millones de seres, la mayoría civiles, metidos en un agujero donde apenas caben, víctimas de un conflicto que no les pertenece. Pero no voy a abundar sobre ello.

Adonde voy es aquí mismo, a mi país. Algo así como un peligro bélico pareciese asomar en las medidas del gobierno que pretenden apropiarse sin muchas mediaciones y tramitaciones de ese pedazo de tierra con petróleo que llaman El Esequibo.

De una manera oscura, después de un referendo trampeado sin mayores cuidados y, en buena medida, permitido por la oposición vaya usted a saber si por algún primitivo sentimiento patriotero. Eludiendo la salida sensata de ir a dialogar a la Corte Internacional de Justicia de la ONU, como sugería María Corina Machado y muchos otros en nombre de la civilización, y olvidando que fue Chávez, guiado por Castro, quien cedió esos derechos, en nombre del internacionalismo comunista, cuando no se había descubierto el tesoro petrolero que hace hoy de la pobre Guyana el país de mayor desarrollo del planeta.

Autorizar a Pdvsa a otorgar concesiones petroleras en ese pedazo de tierra donde han habitado los guyaneses después de más de un siglo en conflicto; ponerles una capital y un primer magistrado, a distancia, y hasta convocar a sus habitantes a nacionalizarse venezolanos parece una barbaridad, digna de los sátrapas que nos gobiernan desde casi un cuarto de siglo.

No digo que el Esequibo no nos pertenezca, probablemente sí, pero, sin duda, hay otras maneras menos belicosas de solucionar un conflicto limítrofe, como casi todos bastante absurdos. Y más llevado por una canalla política.

Claro que ya estoy demasiado viejo para sentir temores bélicos, pero tengo un hijo y tengo un país que no quisiera ver convertido en un campo de guerra despiadado. Pero tantas cosas he terminado por ver en esta tragedia nacional que no me extrañaría ese nuevo capítulo, el más fatal y cruel. Habrá que combatirlo, sobre todo liberándonos nosotros de nuestra barbarie.

*Lea también: Creación del «estado 24» es un acto político de limitada aplicación

Fernando Rodríguez es filósofo. Exdirector de la Escuela de Filosofía de la UCV.

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Y si guerra hubiese, por Fernando Rodríguez

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11.12.2023

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Desde niño, sin que llegara mucho a la conciencia, me hacía feliz el hecho de que América latina, y por ende Venezuela, estuviese alejada de los escenarios de guerra, alguna excepción hecha (Las Malvinas, claro) y guerrillas que nunca me parecieron lo mismo. Más que temer, las he temido claro, las guerras, me parecen éticamente espantosas, diabólicas, la máxima expresión del tánatos que nos habita. Me quitan más que otra cosa el respeto por la especie humana. No por azar Freud descubrió esa pulsión fatal después de la primera guerra mundial. Diría que soy pacifista y antimilitarista radical.

Por eso me han inquietado tanto Ucrania y ahora el Medio Oriente, el crimen brutal de Hamas y el castigo de Israel, sobre........

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