06/04/202405/04/2024 Penélope a la espera de Ulises.

Cuando era niña solía pasar mucho tiempo en casa de mis amigas, cuyas madres, independientemente de su edad o religión, se lamentaban a menudo con una frase que yo voy repitiendo como un mantra desde hace más de tres años "dios mío, qué cansada estoy". Yo no podía entender por qué aquellas mujeres estaban tan cansadas si casi siempre las encontraba enredadas en tareas que no suponían un gran esfuerzo físico (lavar, planchar, doblar), muchas veces sin quitarse la bata de encima en toda la tarde, y aquellos hijos e hijas que éramos habíamos sido educados en una disciplina que impedía que las casas fuesen parques de recreo, como la mía.

Tuvieron que pasar varias décadas y el alumbramiento de una sola hija para que entendiese de golpe por qué muchas de nuestras madres multíparas estaban tan cansadas, hartas o deprimidas y por qué en aquella vida doméstica, repetitiva y anodina, se escondía un gran desasosiego y un cansancio eterno de cuyas cadenas no nos hemos liberado las madres de hoy. Decir que la crianza cansa es correcto, pero demasiado limitante, porque lo que cansa realmente es la certeza de que en casi todas las familias el proyecto vital de las madres ha sido relegado al último escalafón de la jerarquía, de que el tiempo de las mujeres siempre está a expensas del de los demás y de que el espacio natural de las madres sigue siendo el de las cuatro paredes del hogar. De alguna manera, ese es el sitio en que al final del día todo el mundo espera encontrarnos, incluso nosotras mismas.

Conforme me fui haciendo mayor y pensaba en una futura e hipotética maternidad me prometía a mí misma que yo nunca me vería así, víctima de un destino no elegido, lamentándome por las esquinas e hipotecada a una maternidad totalizadora y castradora. Evidentemente, una parte de mí todavía pensaba que todas esas mujeres cansadas habían nacido en la clase social, la época o la familia equivocadas. Y está claro que la clase (obrera), la época (los 90) y las familias (configuradas en su mayoría por padres que trabajan fuera y traían dinero a casa, y por madres amas de casa que en demasiadas ocasiones compaginaban con empleos mal pagados por los que no estaban ni contratadas) influían en ese estado de las cosas pero -nos tenemos que reír- el supuesto progreso nos ha traído dosis extra de cansancio.

Todos los indicadores señalan que según nos hemos ido incorporado al mercado laboral en igualdad de condiciones (es decir, mismo sueldo a igual trabajo) las mujeres estamos más y más cansadas, duplicando y triplicando jornadas dentro y fuera de casa, siempre con la lengua fuera y con la cabeza en otra parte, acaparando los trabajos parciales y las tareas domésticas, gestionando y pidiendo favores a abuelas y cuidadoras, en un bucle de renuncias y agotamiento extremo que no solo nos lleva a la queja, sino a la frustración por sentirnos, ahora sí, responsables de nuestra propia desgracia.

Porque el cansancio, en estos tiempos que corren, es visto como un asunto personal fruto de decisiones individuales por haber tenido hijos (siempre en un momento inoportuno), por haber seguido trabajando al mismo nivel de antes o por haber dejado de hacerlo. Y por eso no dejan de bombardearnos por tierra, mar y redes con soluciones mágicas que ponen la responsabilidad de nuestra fatiga sobre nosotras mismas. Las listas de consejos incluyen implementar hábitos nutricionales adecuados, una correcta higiene del sueño, metas realistas, dedicar más tiempo al cuidado personal, priorizarse mucho y engullir decenas de complementos vitamínicos tengan alguna evidencia científica o no, eso sí, pagados de nuestros bolsillos.

Cuenta la filósofa Ana de Miguel que el viaje de Ulises en la Odisea es una perfecta metáfora del sentido de la vida humana, acaso del doble sentido, según uno haya nacido varón (como Ulises) o mujer (como Penélope). Porque Ulises, que se pasa veinte años fuera de casa, luchando, viajando y viviendo grandes aventuras, se permite disfrutar de todos los goces y placeres de la vida, sabiendo que su esposa lo espera en Ítaca calentando el fuego del hogar. Mientras Ulises no se puede quedar parado porque tiene que proyectar su vida, Penélope espera durante dos décadas enteras tejiendo por el día y destejiendo por la noche o, lo que es lo mismo, "haciendo nada".

No solo eso, sino que cuando quiere tomar la palabra en el espacio público, su hijo, el adolescente Telémaco, la manda callar y le pide que vuelva a sus aposentos. Señala de Miguel que la autoconciencia de las mujeres está fuertemente influenciada por esta obra fundacional de la literatura occidental, "la vida de Penélope no tiene sentido, pues solo tiene sentido a través de Ulises". Ulises en cambio, puede vivir la gran vida, ser, como buen humano, dos cosas a la vez, aventurero, amante y padre de familia, pues en casa tiene a Penélope proporcionándole el tiempo y el espacio necesarios para conseguirlo.

En este sentido, el ama de casa es una mujer cuya principal función es la de la espera, y por eso no puede plantearse el día como un reto o una aventura porque aun cuando no está con nadie, sigue esperando. A veces, después de pasarme el día entero en casa (que es desde donde trabajo, y cuido a mi hija) me invade una extrañeza por mi propia vida y me pregunto qué estoy haciendo con ella, quién es la mujer que se ha pasado la mañana en bata y qué tengo que ver yo con todo esto. Entonces, la sensación de fracaso me consume, me siento apática y terriblemente cansada de no hacer nada. Nada por lo que vaya a recibir dinero inmediato ni una palmadita en la espalda. Nada que pueda poner en mi currículo, nada que nadie me vaya a agradecer, ni ahora, ni en el futuro. Asimilar la complejidad de esta experiencia cuando es deseada es entender la brecha entre la teoría y la práctica, la confusión y el dolor.

Recientemente, un artículo de José Luis Sastre que hablaba de la sociedad cansada se hizo viral. No tardé en comprobar que todas las personas que lo habían compartido en mis redes sociales eran mujeres, y en seguida supe de que la perspectiva de género es fundamental para tratar este asunto. El agotamiento femenino es, desde hace décadas, una epidemia silenciosa y no afecta solo a las madres. A día de hoy, todas las enfermedades relacionadas con la fatiga crónica y el deterioro cognitivo tienen prevalencia femenina.

Las mujeres estamos cansadas de la carga mental, de elegir dentro o fuera, de renunciar a una cosa o a la otra, cansadas de multiplicar los tiempos y de reducir los espacios, estamos cansadas de preocuparnos por todos y de negociarlo todo, cansadas de sentirnos mal si nos priorizamos, de sentirnos solas cuando se rompen las redes sociales con la llegada de los hijos, estamos cansadas de no dormir o de maldormir en posturas imposibles durante años, estamos cansadas de pensar estrategias para poder descansar, cansadas de medicarnos para conseguirlo pero, sobre todo, estamos cansadas de esperar a que sea nuestro turno. Y es que la paradoja de este cansancio que llevamos a cuestas es que nosotras tampoco queremos renunciar a nada, no queremos ser expulsadas del Paraíso de la vida.

Y para no seguir esperando es el momento de que la política y las empresas se hagan cargo de la colectivización de los cuidados y es hora de que Ulises, de que todos los Ulises, regresen al hogar. Es el momento de que los hombres (no de manera individual, sino colectiva) acojan su condición de seres humanos cuidables y cuidadores como parte fundamental de sus proyectos vitales, de que se desprendan de su armadura y de que calienten, de una vez, el fuego del hogar. Porque -y esto lo sabemos todas- si Penélope hubiese hecho lo mismo que Ulises, la humanidad entera se habría extinguido.

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Cansadas de esperar

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06.04.2024

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Cuando era niña solía pasar mucho tiempo en casa de mis amigas, cuyas madres, independientemente de su edad o religión, se lamentaban a menudo con una frase que yo voy repitiendo como un mantra desde hace más de tres años "dios mío, qué cansada estoy". Yo no podía entender por qué aquellas mujeres estaban tan cansadas si casi siempre las encontraba enredadas en tareas que no suponían un gran esfuerzo físico (lavar, planchar, doblar), muchas veces sin quitarse la bata de encima en toda la tarde, y aquellos hijos e hijas que éramos habíamos sido educados en una disciplina que impedía que las casas fuesen parques de recreo, como la mía.

Tuvieron que pasar varias décadas y el alumbramiento de una sola hija para que entendiese de golpe por qué muchas de nuestras madres multíparas estaban tan cansadas, hartas o deprimidas y por qué en aquella vida doméstica, repetitiva y anodina, se escondía un gran desasosiego y un cansancio eterno de cuyas cadenas no nos hemos liberado las madres de hoy. Decir que la crianza cansa es correcto, pero demasiado limitante, porque lo que cansa realmente es la certeza de que en casi todas las familias el proyecto vital de las madres ha sido relegado al último escalafón de la jerarquía, de que el tiempo de las mujeres siempre está a expensas del de los demás y de que el espacio natural de las madres sigue siendo el de las cuatro paredes del hogar. De alguna manera, ese es el sitio en que al final del día todo el mundo espera encontrarnos, incluso nosotras mismas.

Conforme me fui haciendo mayor y pensaba en una futura e hipotética maternidad me prometía a mí misma que yo nunca me vería así, víctima de un destino no elegido, lamentándome por las esquinas e hipotecada a una maternidad totalizadora y castradora. Evidentemente, una parte de mí todavía pensaba que todas esas mujeres cansadas habían nacido en la clase social, la época o la familia equivocadas. Y está claro que la clase (obrera), la época (los 90) y las familias (configuradas en su mayoría por padres que trabajan fuera y traían dinero a casa, y por........

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