Einstein dividió a las personas en dos, las que consideran que todo es un milagro y las que piensan que nada lo es. En un alarde, por Navidad se puede agregar una tercera especie, digamos híbrida: quienes sin creer en la concepción divina nos aferramos a la Nochebuena por pura fe en lo sanador de los momentos compartidos, que quién sabe cuándo se repetirán y en qué condiciones. No vaya a ser que no tengamos más Navidades. Por qué no.

Tampoco conviene atribuir a un milagro el éxito de la cena del 24 y de las comilonas posteriores. Entendido como éxito el disfrute de un rato agradable con nuestros más próximos aun con querencias volubles y además distintas. Porque resulta menester una contribución activa al buen ambiente, al confort de todos los asistentes sublimando lo positivo, hasta con amnesia temporal de las cuitas pendientes aunque la contraparte haga como que no. Tras haber asistido a encuentros navideños de diferentes familias, pues uno ya tiene bastante recorrido, a los organizadores que todavía están a tiempo de facilitarse la compra y el cocinado les recomendaría dejarse de esferificaciones y espumas. Para qué correr riesgos que además la mayoría de los presentes no van a valorar y encima los que sí lo hagan nunca agradecerán lo suficiente un esfuerzo digno de Masterchef. Gracias se erige por cierto en la palabra mágica que no debiéramos dejar de pronunciar ante nuestros entregados anfitriones, en mayor medida si acaso no pensamos mover nada más que la mandíbula y el gaznate en toda la velada.

Aunque si lo que vamos a decir no es más bello que el silencio, mejor punto en boca siguiendo el proverbio árabe, eso sí salvo para ingerir viandas y alcoholes. Y mucho ojo con estos últimos, pues cargan de razones –sobremanera a los botarates que a menudo carecen de ellas– y nada hay más patético que un borracho a destiempo. Así que para que no se arme el belén, la ración indispensable de sentido común sin mentar temas de conflicto, más la dosis justa de sorna –sin caer en la burla– en intervenciones acordes al escenario. Que no falte por tanto empatía con los comensales que las estén pasando canutas, pongamos por enfermedad, reciente pérdida o por encontrarse en búsqueda de empleo. Y, ya que estamos, me van a permitir que les sugiera una Nochebuena sin móviles a la vista. Desde la premisa de que a quien no se haya felicitado para las 21 horas –cuando comparece de fondo ese rey al que pocos oyen y menos escuchan– o no nos importa demasiado o puede esperar. Y desde el alegato a favor de los juegos de mesa intergeneracionales, mejor cuanto más simples, tipo cartas, bingo o parchís. O simplemente para charlar sin interrupciones ajenas, siquiera porque nuestros jóvenes conocen mucho más las andanzas de los influencers del momento que las peripecias vitales de sus aitites.

Que la última cena del 24 sea memorable para llegar a Navidad nutridos de las emociones mejores antes de proceder con las sobras alimenticias. Y que Olentzero se porte como merecen en una noche de tanta paz como amor del más rico. Eguberri on!

QOSHE - La última cena - Víctor Goñi
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La última cena

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24.12.2023

Einstein dividió a las personas en dos, las que consideran que todo es un milagro y las que piensan que nada lo es. En un alarde, por Navidad se puede agregar una tercera especie, digamos híbrida: quienes sin creer en la concepción divina nos aferramos a la Nochebuena por pura fe en lo sanador de los momentos compartidos, que quién sabe cuándo se repetirán y en qué condiciones. No vaya a ser que no tengamos más Navidades. Por qué no.

Tampoco conviene atribuir a un milagro el éxito de la cena del 24 y de las comilonas posteriores. Entendido como éxito el disfrute de un rato agradable con nuestros más próximos aun con querencias volubles y además distintas. Porque resulta menester una contribución activa al buen ambiente, al confort de todos los........

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