La muerte se despliega ante nosotros como una verdad universal, que todos, como actores en este gran escenario llamado existencia, compartimos. Nadie puede esquivar el acto final. No obstante, en la fugacidad de nuestras vidas, el arte surge como un as bajo la manga que nos conecta con la eternidad. Al enfrentarnos al binomio del “ser o no ser, esa es la cuestión”, el arte se convierte en un medio para esquivar a la Parca. Pues aunque la muerte sea una sombra inevitable, las creaciones de nuestros artistas persisten, transformándose en testimonios sempiternos.

El arte, en realidad, es un regalo imperecedero, una representación palpable de lo que pensamos y sentimos, persistente incluso cuando los artistas detrás de él ya “no son”. Ya sea a través de pinceles, acordes, letras o escenas de película, los artistas dejan su huella, algo que va más allá de nuestro efímero paso por este escenario. Ideas, emociones y experiencias se solidifican en obras que resisten el paso del tiempo, convirtiéndose en monumentos que relatan la tragicomedia humana. Dicen por ahí que el arte a veces supera a la propia vida.

En su máxima expresión, este legado se manifiesta en la descendencia y en la influencia que tejemos sobre las generaciones futuras. Nuestros hijos son, de alguna manera, portadores de nuestro legado biológico y cultural. Sin embargo, más allá de la herencia genética, es el arte un “buen hijo” que nos permite comunicarnos con un espectro más amplio de la humanidad. Como señalaba Albert Einstein, “el arte es la expresión de los más profundos pensamientos por el camino más sencillo”. Cada trazo, palabra y nota musical constituyen ecos hacia el futuro de lo que hoy somos y sentimos.

El arte nos brinda, en definitiva, la oportunidad de desafiar la fugacidad de la vida, escapando de su efímera naturaleza. En cada obra de arte reside la posibilidad de una conexión eterna, un diálogo sin límites que trasciende la brevedad de nuestra propia historia personal. A través del arte, somos imperecederos pues dejamos una huella indeleble en la pared del tiempo y construimos un legado que resuena más allá de los límites de nuestra vida. Una labor que delegamos en nuestros artistas.

En este contexto, la reciente pérdida del artista gasteiztarra Santos Iñurrieta nos golpea como un recordatorio de nuestra fragilidad. Sin embargo, a lo largo de su carrera, Santos logró capturar la alquimia de su vida, y la de su generación, en sus obras, expresándonos las complejidades de nuestras cotidianas vidas. Su legado artístico se presenta como prueba irrefutable de su existencia y de la perdurabilidad del arte. Sus piezas, rebosantes de color, emoción y narrativa, sirven como testimonios atemporales de su pasión por plasmar tanto los laberintos como las banalidades de la experiencia humana.

Aunque Santos ya no comparte nuestro presente, su obra sí. Los trazos de su irreverente pincel seguirán entre nosotros como una melodía de la que no deseamos desprendernos.

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Iñurrieta

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15.12.2023

La muerte se despliega ante nosotros como una verdad universal, que todos, como actores en este gran escenario llamado existencia, compartimos. Nadie puede esquivar el acto final. No obstante, en la fugacidad de nuestras vidas, el arte surge como un as bajo la manga que nos conecta con la eternidad. Al enfrentarnos al binomio del “ser o no ser, esa es la cuestión”, el arte se convierte en un medio para esquivar a la Parca. Pues aunque la muerte sea una sombra inevitable, las creaciones de nuestros artistas persisten, transformándose en testimonios sempiternos.

El arte, en realidad, es un regalo imperecedero, una representación palpable de lo que pensamos y sentimos, persistente incluso cuando los artistas detrás de él ya “no son”. Ya........

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