La separación de poderes ejecutivo, legislativo y judicial se considera el fundamento filosófico del Estado democrático, elaborado por el barón de Montesquieu en De l’esprit des loix (1748); pocos parecen haberlo leído. Dice explícitamente que los jueces deberían limitarse a la aplicación literal de la ley, “meros seres pasivos”. Eso sí, señala la independencia judicial como esencial para la estabilidad del Estado. Su doctrina fue completada por las revoluciones liberales, en particular la de Estados Unidos y su Constitución de 1776 y la Francesa, en 1789, que dejaron claro que la soberanía reside en el pueblo y en sus instituciones de representación directa.

Concepción nítidamente expresada en nuestra Constitución: “La soberanía nacional reside en el pueblo del que emanan los poderes del Estado” (artículo 1.2). O sea que los tres poderes, aun siendo independientes, no son simétricos. El poder legislativo, expresión directamente representativa del pueblo, es el depositario de la soberanía. El judicial debe preservar la aplicación de las leyes emanadas del Parlamento. Eso en teoría. ¿Cuál es la práctica?

En un sistema parlamentario, el ejecutivo depende del legislativo. Su legitimidad se funda en una mayoría parlamentaria. El judicial suele resultar de una elección indirecta que tiene su origen en el ejecutivo o en el legislativo. El control sobre los jueces reside en un órgano superior de justicia cuyos miembros son elegidos por los otros poderes del Estado.

En el Reino Unido, ni el Tribunal Supremo ni ningún órgano judicial tiene competencia sobre las leyes que emanan del Parlamento. En Estados Unidos, el poder judicial último reside en el Tribunal Supremo, poseedor único de legitimidad, cuyos magis­trados son vitalicios, designados por el presidente de turno y confirmados por el Se­nado. De ahí la estrategia de cálculo de cuál es la esperanza de vida de cada juez y a qué presidente le tocan más moribundos.

En España, las Cortes designan los miembros del Consejo General del Poder Judicial, que tiene funciones de nombramientos para toda la escala judicial y de salvaguardar la aplicación de la ley. El Tribunal Constitucional, garante de las leyes, es nombrado por el ejecutivo, el legislativo y el CGPJ (nombrado por el legislativo). Es decir, son los políticos, directa o indirectamente, quienes nombran a los magistrados de los órganos judiciales superiores. Y los nombran en función de sus afinidades políticas. Por eso se habla abiertamente de jueces conservadores y progresistas.

Teóricamente, al haber alternancia política, hay alternancia judicial. Pero, ¿qué pasa si la polarización bloquea la alternancia? Pues que no se renuevan, como pasa en España, donde el CGPJ lleva cinco años incumpliendo la Consti­tución. Y ¿quién les obliga a cumplirla? Potencialmente­ el legislativo, pero sometido al control de los jueces del Constitu­cional. De modo que la independencia judicial es dependiente de los jueces y de sus afinidades políticas. Eso no es Montesquieu, sino racionalización burda de intereses corporativos.

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Montesquieu desvirtuado

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18.11.2023

La separación de poderes ejecutivo, legislativo y judicial se considera el fundamento filosófico del Estado democrático, elaborado por el barón de Montesquieu en De l’esprit des loix (1748); pocos parecen haberlo leído. Dice explícitamente que los jueces deberían limitarse a la aplicación literal de la ley, “meros seres pasivos”. Eso sí, señala la independencia judicial como esencial para la estabilidad del Estado. Su doctrina fue completada por las revoluciones liberales, en particular la de Estados Unidos y su Constitución de 1776 y la Francesa, en 1789, que dejaron claro que la soberanía reside en el pueblo y en sus instituciones de representación directa.

Concepción nítidamente expresada en nuestra Constitución: “La soberanía nacional........

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