No nos referimos al pánico teatralizado, frívolo e hiperbólico de quien maldice estas fiestas con el propósito de demostrar cuán genuinamente inteligente es en comparación con los demás. Sobran las palabras a quien el calendario de adviento solo le alimenta el cinismo. Para este perfil de aguafiestas, adornado de racionalismo aristobobo, basta con la compasión que siempre merece la tristeza. Indultamos de este grupo, claro, al monologuista iconoclasta que nos divierte a cuenta de los tópicos navideños que nosotros mismos protagonizamos y que su ingenio ha convertido en una pesadilla tronchante.

Pero hay un pánico verdadero. Un terror real que nace del propio respeto que infunde la Navidad y lo que ella representa. Y lo padecen indistintamente los que gozan del abrigo de la fe como quienes, sin militar en religión alguna, mantienen los pies clavados en esta parte del mundo y en el ser histórica y culturalmente cristianos.

Ese pánico es perturbador. Echa raíces en el pavor a la silla vacía y al abrazo imposible, en el temor al regalo que no podrá entregarse ni recibirse o en la rabia a las palabras que no serán pronunciadas. Es el pánico a la Navidad de la ausencia.

Este pánico puede llegar de golpe o caer pacientemente como una bruma con el pasar de los años. Se posa sobre quienes añoran sus años de vino y rosas, cuando aún no contaban pérdidas irreparables entre los suyos. Y ahora, con el litúrgico regreso al momento del año en el que el calor ha de buscarse entre lo más cercano, una pun­zada de frío los traspasa de pies a cabeza porque su vida ha quedado agujereada por la ausencia irreemplazable de seres queridos­.

Nada volverá a ser igual, piensan, y mucho menos la Navidad. Y llevan toda la razón, para qué engañarnos. Solo se equivocan si esa convicción los conduce al desistimiento y al negarse a sí mismos la mayor celebración de vida y humanidad que existe en la tierra, aunque incluya cuñados, cuñadas, suegros, suegras y otros animales domésticos de similar condición y pelaje.

Ese nada será igual que sabemos cierto es una tortura de la que es difícil zafarse. ¿Cómo va a serlo si ya no está quien tanta falta nos hace? Pero basta con echar una ojeada a una mesa de Navidad para darse cuenta de que en realidad siempre ha faltado alguien. Incluso en aquellos tiempos que cada uno de nosotros recuerda como más felices y plenos. Y que eso no ha impedido jamás la celebración y el jolgorio nacidos al abrigo del querer y del saberse querido por familia y amigos.

De pequeños, cuando la ilusión de los regalos nos rompía el sueño, ¿no faltaban en la mesa los padres de nuestros abuelos? ¿No echaban de menos nuestros padres a los suyos cuando fueron los yayos los que se fueron? ¿No se ha cruzado infinitas veces la desgracia para llevarse a quien ni por edad ni posición en la cadena de la vida le tocaba todavía? Siendo esto así, ¿cuándo ha sido que hemos estado todos alrededor de una mesa de Navidad? Solo la magia proporciona la respuesta correcta: nunca y siempre.

Porque en ese rotar sin fin siempre ha faltado alguien. Pero al mismo tiempo, ese alguien siempre ha estado presente. Quien se va permanece no solo en la memoria, también y sobre todo, en los roles que los que seguimos vamos reasignándonos y acaparando a lo largo de nuestras vidas. Y es ahí donde la Navidad se agiganta. Y por eso mismo la silla vacía puede convertirse también en un motivo de esperanza y celebración.

En cada mesa de Navidad, más que una familia o unos amigos, es la humanidad entera con sus defectos y virtudes quien está sentada. Cada salón comedor es una representación a pequeña escala de toda la tierra. Y en cada domicilio con olor a sopa hay un planeta entero alegrándose de su existencia a través del símbolo de un renacer repetido año tras año.

Un ritual de esperanza que, creyentes o no, no tenemos derecho a robarnos. Ni a nosotros mismos ni a quienes se sientan en la mesa con nosotros. Y menos aún a los que ven todavía el mundo a través de los ojos de un niño o a quienes la fortuna no ha dado a probar todavía la inabarcable fuente de amargos sabores que pueden adquirir el dolor y la pena extrema.

El pánico a estas fiestas es inevitable en determinadas circunstancias: ¿Cómo será sin él, sin ella? La mesa de Navidad no es una foto fija en el tiempo y hay revelados que siempre nos satisfarán más que otros. Pero hay que hacer sitio a la idea de que en el reunirnos para compartir viandas y bebidas, y muchos también profundas creencias, seguimos estando todos. Sin excepción alguna. Los que fuimos, los que somos y los que serán. Feliz Navidad, lector. Especialmente, si usted también añora y llora pérdidas recientes o lejanas. El lunes, aquellos a quienes echa de menos también estarán en su mesa. Es la Navidad. No se la deje robar, pero sobre todo no se la robe a usted mismo amparándose en la tristeza.

QOSHE - Pánico a la mesa de Navidad - Josep Martí Blanch
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Pánico a la mesa de Navidad

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23.12.2023

No nos referimos al pánico teatralizado, frívolo e hiperbólico de quien maldice estas fiestas con el propósito de demostrar cuán genuinamente inteligente es en comparación con los demás. Sobran las palabras a quien el calendario de adviento solo le alimenta el cinismo. Para este perfil de aguafiestas, adornado de racionalismo aristobobo, basta con la compasión que siempre merece la tristeza. Indultamos de este grupo, claro, al monologuista iconoclasta que nos divierte a cuenta de los tópicos navideños que nosotros mismos protagonizamos y que su ingenio ha convertido en una pesadilla tronchante.

Pero hay un pánico verdadero. Un terror real que nace del propio respeto que infunde la Navidad y lo que ella representa. Y lo padecen indistintamente los que gozan del abrigo de la fe como quienes, sin militar en religión alguna, mantienen los pies clavados en esta parte del mundo y en el ser histórica y culturalmente cristianos.

Ese pánico es perturbador. Echa raíces en el pavor a la silla vacía y al abrazo imposible, en el temor al regalo que no podrá entregarse ni recibirse o en la rabia a las palabras que no serán pronunciadas. Es el pánico a la Navidad de la ausencia.

Este pánico puede llegar de........

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