La humanidad se enfrenta al reto de que la inteligencia artificial (IA) altere los fundamentos de lo que Hannah Arendt definió como la condición humana. Me refiero al soporte biográfico de autenticidad que concurre en nuestras vidas cuando nos interpelan las diferentes experiencias que definimos como cultura. Por esta entiendo la manera de habitar el mundo a través de la expresión simbólica de lo que somos. Una proyección identitaria de la humanidad que no sé si nos hace mejores, pero sí sé que nos hace pensar, incluso críticamente, sobre nosotros mismos. Al hacerlo, recubrimos lo humano con una dignidad que nos hace auténticos al experimentar vivencias como reír, soñar, sufrir, desear, pensar, sentirnos libres, culpables, serenos o responsables.

Sin cultura, por tanto, no habría pensamiento crítico. Tampoco capacidad de emancipación. Gracias a ella, tenemos herramientas que nos ayudan a desarrollar una autonomía moral que nos permite ser fieles a nosotros mismos. Este soporte cultural sobre el que hacemos nuestra vida biográficamente es lo que nos otorga una autenticidad que nos permite expresarnos mediante el dolor, la esperanza, la incertidumbre, el error, la frustración, la felicidad, la plenitud, la culpa, la libertad, el amor, la muerte o la trascendencia. Atributos que fundan desde hace miles de años la sensibilidad humana e impiden la automatización definitiva de nuestra existencia al exponerla a la súbita fragilidad que provoca en ella lo inesperado.

¿Sobrevivirá la cultura en contacto con la IA? Si la condición humana es alterada por un entorno cada vez más artificial que la automatiza, ¿cómo preservar lo que Hans Jonas describía como “la permanencia de una vida auténticamente humana sobre la Tierra”? Lo pregunto porque el avance de sistemas generativos de IA escala también hacia el desarrollo de estados mentales. De llegar a ellos, las máquinas podrían convertirse de facto en la medida de todas las cosas. También de las culturales. Se podría producir una colonización por la IA de las manifestaciones creativas. Afectaría al cine, la música, la literatura, las artes plásticas y escénicas. Y operaría, además, en un contexto de desprotección de los creadores y de la humanidad, pues, como recuerda Antonio Monegal: esta última necesita la cultura como el aire que respira.

Esta debilidad estructural no vendría de que la IA cambie la libertad de creación, la autoría o los formatos creativos de la cultura. Esto, en realidad, sería positivo y actuaría como un acicate creativo. Lo defendí en estas mismas páginas con un artículo que publiqué con el título de “Creatividad artificial y cultura digital”, el 7 enero del 2023. No, la desprotección de la cultura a la que me refiero vendría del peligro de ver cómo son dañados los fundamentos de la autenticidad humana que están asociados a la vivencia de experiencias culturales. Algo que el Reglamento sobre IA pasa por alto a pesar de que la Comisión Europea alardeó de impulsar una “nueva Bauhaus”, que, después de la pandemia, quería dotar de un sentido cultural a la nueva economía descarbonizada y digitalizada surgida de la aplicación de los fondos NextGen.

Resulta sorprendente que, a diferencia de lo sucedido en Estados Unidos, en Europa el sector cultural apenas haya mostrado inquietud o preocupación al respecto. Probablemente porque siempre le cuesta a la gente de la cultura, especialmente en España, imaginar su futuro más allá de la defensa precarizada de lo inmediato. Se ha visto de nuevo con el debate del Reglamento de IA, donde apenas se ha dejado sentir la defensa de sus intereses. Tan solo un tímido apunte en el Considerando 105, donde se exige que los modelos de uso general respeten los derechos de autor. Sin más. Esta circunstancia ha hecho que la regulación apenas limite el desarrollo de modelos fundacionales de IA generativas. Probablemente también porque la urgencia geopolítica de competir con China y EE.UU. ha subordinado los intereses de la cultura europea a la seguridad del continente. Y a pesar de que, al hacerlo, se menoscaba gravemente la perduración de experiencias culturales que, enraizadas en la condición humana, nos hacen sentir como seres biográficamente irrepetibles dentro de una semejanza común.

Saltar sin transición educativa, ni regulación, a una cultura basada en sistemas de IA, puede provocar un clic que nos enfrente a un doble desafío de inautenticidad. Por un lado, a tener que convivir con objetos técnicos que tendrán habilidades creativas que compitan con las nuestras sin que podamos distinguirlas. Por otro, a ver cómo la propia condición humana se hace artificial. Al menos cuando habita en una infoesfera que, asentada sobre infraestructuras privadas, manipula y afecta nuestra consciencia cuando actuamos virtualmente.

Para afrontar este desafío de inautenticidad hemos de ser capaces de transformar los viejos derechos culturales en nuevos derechos digitales. Primero, incorporándolos a la declaración europea que reconoce estos últimos. Y segundo, garantizándolos legalmente. Bien con una reforma del Reglamento de IA, bien con un Reglamento sobre Neuroderechos, que incluya un derecho colectivo a la autenticidad que preserve el soporte cultural de nuestra condición humana.

De no hacerlo, nos exponemos a un fenómeno de extraordinarias consecuencias. En mi opinión, más graves incluso que las producidas por la desinformación. No olvidemos que esta debilita la credibilidad epistemológica sobre lo que pensamos como parte de una opinión pública informada. Sin embargo, la inautenticidad va más lejos: desestabiliza la democracia liberal en sus fundamentos humanos. Compromete la viabilidad ontológica de nuestras decisiones si no podemos saber si somos nosotros mismos quienes las adoptamos cuando decidimos hacerlo.

QOSHE - Inteligencia artificial y cultura - José María Lassalle
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Inteligencia artificial y cultura

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06.04.2024

La humanidad se enfrenta al reto de que la inteligencia artificial (IA) altere los fundamentos de lo que Hannah Arendt definió como la condición humana. Me refiero al soporte biográfico de autenticidad que concurre en nuestras vidas cuando nos interpelan las diferentes experiencias que definimos como cultura. Por esta entiendo la manera de habitar el mundo a través de la expresión simbólica de lo que somos. Una proyección identitaria de la humanidad que no sé si nos hace mejores, pero sí sé que nos hace pensar, incluso críticamente, sobre nosotros mismos. Al hacerlo, recubrimos lo humano con una dignidad que nos hace auténticos al experimentar vivencias como reír, soñar, sufrir, desear, pensar, sentirnos libres, culpables, serenos o responsables.

Sin cultura, por tanto, no habría pensamiento crítico. Tampoco capacidad de emancipación. Gracias a ella, tenemos herramientas que nos ayudan a desarrollar una autonomía moral que nos permite ser fieles a nosotros mismos. Este soporte cultural sobre el que hacemos nuestra vida biográficamente es lo que nos otorga una autenticidad que nos permite expresarnos mediante el dolor, la esperanza, la incertidumbre, el error, la frustración, la felicidad, la plenitud, la culpa, la libertad, el amor, la muerte o la trascendencia. Atributos que fundan desde hace miles de años la sensibilidad humana e impiden la automatización definitiva de nuestra existencia al exponerla a la súbita fragilidad que........

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