Si la política democrática deja de hablar del futuro, el presente canibaliza la realidad y el pasado se vuelve atractivo y nostálgico. La democracia era –y es– un proyecto para ganar el futuro, para moldearlo. Y el progreso (económico, social, tecnológico), su instrumento más eficaz. Así, democracia, progreso y futuro se entrelazaban hasta esta­blecer relaciones causales sólidas, que generaban confianza y seguridad. Y el tiempo, la progresividad y la universalización de derechos y oportunidades eran los escalones del presente para alcanzar un futuro prometedor, superador y redentor.

Sin embargo, en el último tiempo esa capacidad de moldear nuestros imaginarios políticos ha perdido iniciativa ante otra vertiente más enfocada en justificar lo que hemos construido. El politólogo británico Jonathan White, que acaba de publicar In the long run: The future as a political idea, reclama volver a poner el futuro en el centro de la escena, no solo para salvar a la democracia, sino también para consolidar una respuesta viable a los principales desafíos que hoy enfrenta la humanidad.

Cuando dejamos de hablar del futuro, por miedo, duda o por desconfianza, este deja de ser un objetivo compartido para ser un horizonte sombrío. La aceleración de la historia y de nuestras vidas hace que reduzcamos el debate sobre el futuro a la ciencia ficción o al panóptico digital y artificial.

White nos anima a “no perder de vista los horizontes más lejanos de los que dependen las intervenciones progresistas”. Y concluye: “La democracia, una forma orientada al futuro, siempre necesariamente inacabada”. De ahí que la esperanza (y la confianza) en alcanzar los sueños y mejorar las realidades sea la energía democrática más poderosa. Mientras haya esperanza en el futuro, habrá democracia. Si eso no sucede, el pasado caerá, rápidamente, como una noche helada y fría sobre nuestras vidas­.

QOSHE - El futuro - Antoni Gutiérrez-Rubí
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El futuro

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27.02.2024

Si la política democrática deja de hablar del futuro, el presente canibaliza la realidad y el pasado se vuelve atractivo y nostálgico. La democracia era –y es– un proyecto para ganar el futuro, para moldearlo. Y el progreso (económico, social, tecnológico), su instrumento más eficaz. Así, democracia, progreso y futuro se entrelazaban hasta esta­blecer relaciones causales sólidas, que generaban confianza y seguridad. Y el tiempo, la progresividad y la universalización........

© La Vanguardia


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