La elección de Gustavo Petro como Presidente era una gran oportunidad para relegitimar las reglas formales e informales de nuestra sociedad y recuperar algo de confianza en las instituciones. Darle solidez a un orden percibido como más justo y solidario por todos era el logro más obvio después de que finalmente hubiera llegado al gobierno una persona de izquierda clásica que, además, podía reclamar válidamente la vocería de quienes no se sienten parte sino víctimas del sistema.

De haberse conseguido eso, el mayor beneficiado sería el “sistema”. Habría un orden con mayor grado de aceptación, una mayor disposición individual a cooperar en términos sociales, un mayor acatamiento voluntario de las normas y claro, también, seguramente, unas condiciones materiales de vida mejor distribuidas.

Lo que tenemos hoy y aún antes de Petro es una especie de sálvese quien pueda. Un sector importante de los ciudadanos, no necesariamente activos políticamente sino, al contrario, autodenominados “apolíticos”, perciben una sociedad muy profundamente injusta, con unos sectores llenos de privilegios y ellos agobiados por las necesidades. No es difícil documentar esa percepción, bastan algunos indicadores sociales básicos para sustentarla. Para este grupo el estado solo sirve para mantener y reproducir ese sistema.

Claro que alguien con esa percepción es proclive a incumplir las normas, supone que su bienestar depende exclusivamente de su esfuerzo y, como suele decirse, sale todos los días a “guerriarla”. Se siente profundamente desprotegido frente a los riesgos de la enfermedad o la vejez. Su relación con “lo público” es de confrontación. El estado es un obstáculo, los políticos son rateros, los ricos se enriquecen a costa de los pobres, la policía no protege, sino que extorsiona y un largo etc.

A ese enorme grupo de ciudadanos anónimos se les suman los grupos organizados alrededor de muy diversas causas que no solo descreen del sistema, sino que tienen la absoluta convicción de que el “orden establecido” está diseñado para mantener unos privilegios, para que quienes llegan a alguna porción de poder se enriquezcan lo más rápido posible y que en Colombia “diez familias” son las dueñas de todo.

La llegada de Petro a la Presidencia debió haber servido para cambiar esas percepciones y, por tanto, para incorporar al sistema a ese grupo de ciudadanos que se sienten y autocalifican como excluidos del mismo. Ese sería un logro extraordinario en términos de acción colectiva futura.

El indicador principal de éxito del gobierno Petro es el de la legitimidad del sistema y ahí sí que se cumple ese lugar común de que si le va bien a él nos va bien a todos. Concebido así, la consecución del éxito nos interesa incluso más a los demás que a Petro y su sector político.

Ese posible resultado no parece haber sido identificado por lo que los sociólogos llaman “el establecimiento”, los que tienen el control político, económico, social, cultural. Quizás si se hubieran percatado hubiesen estado más dispuestos a cooperar para que el experimento resultara exitoso.

Seguramente hay muchas razones para achacarle el fracaso a Petro, pero eso no sirve de nada. Eso sirve para derrotarlo a él y su grupo en la próxima elección, pero un mal resultado dejará una profunda cicatriz que duraremos décadas sanando.

Que es un mal líder, que los escándalos que han afectado su gobernabilidad han venido de su entorno más cercano, que él mismo acabó con la coalición que había construido, que la acción de gobierno no tiene método y etc., todo es cierto pero inútil como explicación.

El sector excluido tiene la sensación de que “el establecimiento” ha resistido a Petro, ha tratado de bloquear los cambios que propone y se ha dedicado sistemáticamente a minar su credibilidad. La respuesta airada será que no es él el que ha dañado su propio gobierno. Esa explicación, aunque sea cierta, es inútil, ese sector seguirá con esa creencia.

El abuso de poder del Fiscal y la Procuradora han abonado mucho a esa convicción. El hecho de que “el establecimiento” no solo los haya usado, sino que lo haya crecido y les haya aplaudido sus abusos ha hecho un enorme daño, entre otras porque para señalar los abusos del gobierno hay que conservar la autoridad moral de no amparar otros abusos.

La evidencia muestra que ambas cosas son ciertas, que los unos lo hacen mal y que los otros se resisten, por tanto, el resultado será un nuevo fracaso y ese es colectivo, no de un sector político.

Las exageraciones, el doble rasero e incluso las mentiras, además del rosario de adjetivos y descalificativos contra el Presidente, solo sirven para profundizar la convicción de los sectores que Petro representa. Claro, la razón con la que se justifica esa conducta es válida: las críticas al gobierno son un derecho y sí, pero también generan unas consecuencias.

El peor escenario en el 2026 es que no solo no hayamos ganado confianza para el sistema, sino al contrario, que la desconfianza haya crecido e incluso para un determinado sector de la sociedad sus percepciones se hayan confirmado. Para ese sector estará suficientemente probado que todo está hecho para conservar privilegios y que “por las buenas no se puede”.

Los lamentables hechos del jueves en el Palacio de Justicia confirman que ese es el camino que estamos recorriendo y no sirve de nada identificar a los culpables, lo que sería verdaderamente útil sería imaginar algo creativo que permita cambiar el rumbo.

Este país ya desperdició hace poco una gran oportunidad de relegitimar el sistema y la dejó pasar: el acuerdo que permitió la desmovilización de las Farc, que hubiera sido un símbolo útil para reestablecer algo de confianza, pero la división en el establecimiento generó el efecto contrario.

Ojalá que Petro no sea otra oportunidad perdida. Que no fracase le sirve más a los que se le oponen que a él mismo.

QOSHE - Petro, ¿una oportunidad perdida? - Héctor Riveros
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Petro, ¿una oportunidad perdida?

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10.02.2024

La elección de Gustavo Petro como Presidente era una gran oportunidad para relegitimar las reglas formales e informales de nuestra sociedad y recuperar algo de confianza en las instituciones. Darle solidez a un orden percibido como más justo y solidario por todos era el logro más obvio después de que finalmente hubiera llegado al gobierno una persona de izquierda clásica que, además, podía reclamar válidamente la vocería de quienes no se sienten parte sino víctimas del sistema.

De haberse conseguido eso, el mayor beneficiado sería el “sistema”. Habría un orden con mayor grado de aceptación, una mayor disposición individual a cooperar en términos sociales, un mayor acatamiento voluntario de las normas y claro, también, seguramente, unas condiciones materiales de vida mejor distribuidas.

Lo que tenemos hoy y aún antes de Petro es una especie de sálvese quien pueda. Un sector importante de los ciudadanos, no necesariamente activos políticamente sino, al contrario, autodenominados “apolíticos”, perciben una sociedad muy profundamente injusta, con unos sectores llenos de privilegios y ellos agobiados por las necesidades. No es difícil documentar esa percepción, bastan algunos indicadores sociales básicos para sustentarla. Para este grupo el estado solo sirve para mantener y reproducir ese sistema.

Claro que alguien con esa percepción es proclive a incumplir las normas, supone que su bienestar depende exclusivamente de su esfuerzo y, como suele decirse, sale........

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