Alexis de Tocqueville afirmaba que la calidad de una sociedad democrática puede medirse por la calidad de las funciones que desempeñan sus ciudadanos. Y la primera de esas funciones es la participación en la discusión y el análisis de los asuntos de interés común, lo que llamamos el debate público.

A cualquier observador medianamente lúcido no se le escapa que, en las últimas décadas, el debate público se ha deteriorado hasta extremos preocupantes, debido a varios problemas. El primero está en que se habla mucho, pero se discute poco. Y la aparente discusión se reduce a monólogos pontificales y ataques a los discrepantes sin argumentos. El segundo problema es que, como consecuencia de un debate deformado o tergiversado, se hacen diagnósticos equivocados. El tercer problema es la censura, que actúa por vías más o menos sutiles, pero reales y recibe el nombre de corrección política. Sólo se puede hablar si se aceptan, explícita o implícitamente los dogmas del pensamiento oficial. Por último, el nivel de la educación de la sociedad es otro problema clave. La degradación de esta y la del debate público van en paralelo. Y precisamente en este caldo de cultivo crece la demagogia.

La ventaja de leer a los clásicos es que nos recuerdan lo poco original que es el mal y con qué facilidad se repite en la historia. Cuando hace 2.500 años Aristóteles nos advertía del peligro de los “aduladores del pueblo”, es decir, de los demagogos, hablaba de un riesgo real y muy actual.

La demagogia es un peligro latente de la democracia, por lo que tiene la destreza de manipular los sentimientos e impulsos primarios de una sociedad, con el fin de obtener un poder sin límites ni control, esto es la tiranía, el despotismo o la dictadura.

Metidos en harina, se pueden distinguir los discursos del demagogo y del “buen político” en base a la alternativa entre verdad y mentira. El discurso demagógico es fundamentalmente engañoso, retórico, “indiferente a la verdad”. Se dirige a la “panza” de las personas, levantando sus pulsiones y deseos elementales. Mientras, el buen político, usa argumentaciones basándose en la razón de sus interlocutores, tratando a los ciudadanos como sujetos intelectual y moralmente autónomos.

En cuanto a España, el diagnóstico no puede ser más pesimista: estamos tan infectados de demagogia, que ya sólo un pequeño paso nos separa de una septicemia que, podría terminar con nuestra democracia. Así, ni el propio Aristóteles habría imaginado un demagogo tan corrosivo como Pedro Sánchez, experto en recurrir a la retórica fácil, inflamada, dulzona, que busca embriagar y adormecer la conciencia crítica del pueblo.

Es muy decepcionante que los discursos demagógicos tengan éxito, porque eso anima a sus protagonistas a repetirlos. Esos discursos fragilizan la democracia y dificultan la convivencia entre diferentes. Si alguien gana unas elecciones usando malas artes, genera rencores en el oponente y en sus votantes y los anima a hacer lo propio en un futuro. Y, con ello, la convivencia termina siendo imposible. Una democracia madura como la española se merece algo distinto que desvirtuar los debates y dirigirlos hacia terrenos ideológicos y abstractos, en lugar de centrarlos en los problemas que hay que resolver. ¡Será verdad aquello de que nuestros políticos son profesionales de la demagogia!

QOSHE - Democracia y demagogia - José Antonio Constenla
menu_open
Columnists Actual . Favourites . Archive
We use cookies to provide some features and experiences in QOSHE

More information  .  Close
Aa Aa Aa
- A +

Democracia y demagogia

5 0
09.04.2024

Alexis de Tocqueville afirmaba que la calidad de una sociedad democrática puede medirse por la calidad de las funciones que desempeñan sus ciudadanos. Y la primera de esas funciones es la participación en la discusión y el análisis de los asuntos de interés común, lo que llamamos el debate público.

A cualquier observador medianamente lúcido no se le escapa que, en las últimas décadas, el debate público se ha deteriorado hasta extremos preocupantes, debido a varios problemas. El primero está en que se habla mucho, pero se discute poco. Y la aparente discusión se reduce a monólogos pontificales y ataques a los discrepantes sin argumentos. El segundo problema es que, como consecuencia de un debate deformado o tergiversado, se hacen diagnósticos equivocados. El tercer problema es la censura, que actúa por vías más o menos........

© La Región


Get it on Google Play