El gran Priestley decía que aquellos hombres de la Edad Media, los que fueron capaces de construir catedrales que todavía hoy nos cortan la respiración, pensarían que nosotros vivimos ahora dentro de una gris uniformidad. A pesar de nuestras maravillas tecnológicas. Según Priestley, probablemente nos verían como «seres unidimensionales y mortecinos, mitad robots, mitad fantasmas, comparados con nuestros admirables y portentosos antepasados medievales».

No hace mucho, en un remoto lugar del Pacífico Sur, falleció Mau Piailug, el «Palu» intrépido, el navegante. En Satawal, un minúsculo atolón de la Micronesia, donde había nacido. Vivió como uno de aquellos constructores de catedrales. Y probablemente pensaría de nosotros que éramos como decía Priestley. Pudo haber sido el último «Palu» de la Polinesia, capaz de encontrar una isla o un islote en la inmensidad del Pacífico tan sólo con la ayuda de las estrellas. Su obsesión era evitar que ese arte, regalo de los antiguos dioses a sus antepasados, se perdiera al final de su vida. Y siendo muy joven decidió que su misión sería enseñar a otros a cruzar el océano siguiendo la luz lejana de los astros y las señales de la mar. Como él hizo cuando navegó por aquellos caminos invisibles que le llevaron desde Hawai hasta Haití por una calzada acuática de cuatro mil kilómetros.

Aquel primo hermano de los audaces constructores de la catedrales medievales nunca equivocó su rumbo. Y una mañana supo que se encontraba muy cerca del final de aquel largo viaje, camino de Haití, cuando vio una bandada blanca de golondrinas de mar volando sobre los mástiles de su embarcación. A ésta la llamaron Hokule’a, La Estrella de la Alegría. Arcturus, para los astrónomos de occidente. La hicieron sólida y flexible, gracias a la madera del árbol del pan, según las enseñanzas de los navegantes de la antigüedad. Aquellos que zarparon un día a bordo de otras barcazas muy parecidas, desde las costas de Asia para adentrarse en un océano interminable. Mau Piailug, el maestro, siempre se negó a llevar sextantes, o brújulas, ni cartas de navegación. Tan sólo llevaba un viejo reloj al que nunca miraba. Eso sí. En su cabeza reinaba una bóveda llena de estrellas, que se desplazaban desde el este hacia el oeste. Y cada una era como una vieja amiga en la que se podía confiar.

Nunca quiso saber nada de la existencia de las latitudes y las longitudes y los complicados cálculos matemáticos de las modernas ciencias de navegar. Podía adivinar cómo sería el estado de la mar al mirar su reflejo en las nubes o escuchando el roce del agua contra la proa de la embarcación.

En Hawai conocían a Mau Piailug como el Master Navigator. Y tanto allí como en los Estados Unidos continentales honraron muchas veces su sabiduría y su valor. Pero en su Satawal natal le llamaron siempre el navegante. No había otro «Palu» como él en los Mares del Sur. Un mes después de caer el eternamente joven marino, derrotado por un enemigo invisible, la diabetes, sus discípulos surcan ahora por aquellas aguas siguiendo las inmutables estrellas, las mismas que un día guiaron a su maestro. Al que jamás olvidaremos.

QOSHE - El último «Palu» de la Polinesia - Rafael De La Fuente
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El último «Palu» de la Polinesia

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11.11.2023

El gran Priestley decía que aquellos hombres de la Edad Media, los que fueron capaces de construir catedrales que todavía hoy nos cortan la respiración, pensarían que nosotros vivimos ahora dentro de una gris uniformidad. A pesar de nuestras maravillas tecnológicas. Según Priestley, probablemente nos verían como «seres unidimensionales y mortecinos, mitad robots, mitad fantasmas, comparados con nuestros admirables y portentosos antepasados medievales».

No hace mucho, en un remoto lugar del Pacífico Sur, falleció Mau Piailug, el «Palu» intrépido, el navegante. En Satawal, un minúsculo atolón de la Micronesia, donde había nacido. Vivió como uno de aquellos constructores de catedrales. Y probablemente pensaría de nosotros que éramos como decía Priestley. Pudo haber sido el........

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