Lleva unos meses en cartelera la magnífica película Zona de Interés, de Jonathan Glazer, una adaptación de la novela homónima de Martin Amis, en la que se cuenta el empeño de Rudolf Höss, el comandante nazi del campo de concentración de Auschwitz, y su familia, en construir una vida feliz ajena al horror del que les separa tan solo un muro.

Escuchamos en la lejanía todo lo que ocurre en ese campo de terror mientras vemos imágenes bucólicas de una familia empeñada en ignorar todo lo que ocurre dentro de esos muros.

En Madrid, disfrutamos desde hace ya unos cuantos años, además de la libertad de no tener que preocuparnos por tener médicos en los centros de salud, de nuestra propia versión castiza de esta película. Porque Madrid se ha convertido en una zona de desinterés.

Hay zonas de desinterés en muchas ciudades y países, no hay más que ver lo que está ocurriendo en gran parte del mundo con la masacre de Gaza. Pero, como pasa con las paellas o las mascletás, las mejores zonas de desinterés, son las de Madrid.

Lo que no interesa en la capital se obvia con ganas y con un chasquido de dedos. Un desinterés premium de una comunidad que históricamente premia y vota el olvido, la impunidad, la nada, la página en blanco.

Solo hace falta cerrar los ojos y saborear una caña bien tirada en una terraza en pleno invierno, ir a un musical de Nacho Cano, alquilar tu casa por un pastizal en Airbnb, hacerte un seguro privado, ir a los toros o ver una carrera de Fórmula 1.

Circulen, no hay nada que ver aquí. Lo que no se mira, no existe.

Como dice el propio director de la película, “los verdugos es gente absolutamente normal, son terriblemente comunes, aburridos, son nuestros vecinos, somos nosotros movidos por ese impulso corriente de aspirar a una vida acomodada, aburguesarse”.

La famosa banalidad del mal.

La principal zona de desinterés de Madrid está cerca, muy cerca, a menos de 15 kilómetros del conocido como «kilómetro cero» de la infamia, la sede de la Comunidad de Madrid en la Puerta del Sol. Es la Cañada Real. Allí viven más de 4.000 personas, casi la mitad niños, en su cuarto invierno de descontento, en su cuarto invierno sin luz eléctrica, con el suministro cortado por la empresa Naturgy y el Gobierno regional.

El mayor asentamiento irregular de Europa que se encuentra, como una macabra metáfora, en el centro geográfico de España. Un agujero negro, nunca mejor dicho, al que no nos acercamos para que no nos absorba su oscuridad.

Ya lo veis, la mejor mirada para otra parte, la de Madrid también.

Pero no es la única zona de desinterés de nuestra capital. La mayor, históricamente, han sido las residencias de ancianos durante la pandemia de COVID-19. Casi 4 años después de que el Gobierno de la comunidad haya intentado por todos los medios, incluso judiciales, que no vieran la luz, se han hecho públicos los informes de la policía cuando, por fin, pudieron entrar en las residencias madrileñas.

Aquí, como en la película, tampoco tenemos imágenes del horror, ni siquiera el sonido; tan sólo unas líneas que nos ayudan a entender la pesadilla que estaba ocurriendo allí dentro mientras la última responsable de esa atrocidad disfrutaba de un ático de lujo propiedad de un amigo empresario.

Se habla mucho de los límites del humor, pero casi nunca de los límites del horror.

Algunas de esas frases de las actas parecen sinopsis de películas de terror:

“De los 69 fallecidos, 9 fallecieron en el hospital”.
“Necesitan batas y ayuda psicológica urgente”.
“Actualmente en el centro hay 4 cadáveres”
“No habiendo recibido ninguna contestación”.
“18 personas con trastornos cognitivos deambulan sin control”.
“31 fallecieron en la residencia sin haberles realizado prueba”.
“Las derivaciones al hospital de referencia (12 de Octubre) no se admiten para personas con síntomas por COVID”.
“Intentan repartir en las zonas comunes a los que hay dividiéndolos (haciendo marcas en el suelo)”
«Si se hubiera podido derivar a los residentes no hubiera habido tanto fallecimiento”.

Unos bocados de realidad que irrumpen de repente en esta ficción de selfies con meninas pintarrajeadas por famosos, colas en Doña Manolita y en Primark, bocatas de calamares chiclosos, macroeventos deportivos y festivales de luces que nos permiten permanecer ajenos a esos 7.291 ancianos muertos sin haber recibido asistencia médica en un hospital; esas 7.291 personas que murieron de forma indigna a causa de los tristemente famosos “protocolos de la vergüenza”.

Como bien dice el gran Ismael Serrano en Twitter, “que no haya consecuencias penales por algo así es inaceptable. También lo es que no se haga ni siquiera una mínima reflexión sobre el trato que se les dio a nuestros mayores. Es urgente repensar el modelo de residencias, la atención que ofrecemos a la gente mayor”.

Casi cuatro años después no hay ningún responsable juzgado ni ninguna consecuencia política, salvo la del pobre infeliz que señaló las irregularidades en la gestión de esa pandemia, el que fuera el consejero de Políticas Sociales, Alberto Reyero.

A ello también ha contribuido la complicidad de muchos medios de comunicación que han convertido sus micrófonos en altavoces únicamente de los verdugos, silenciando sistemáticamente a las víctimas.

El poder judicial y mediático ha decidido que es mejor no revivir, que es mejor vivir en una realidad incolora, indolora e insípida, como la mejor agua, la de Madrid.

Acabamos parafraseando una de las frases más importantes del libro Zona de Interés, de Martin Amis: hasta ahora su nombre no ha aparecido en ningún momento en esta obra, pero es hora de que teclee las palabras “Isabel Díaz Ayuso”. En cierto modo, así, escoltado por las comillas, parece más manejable.

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Madrid, zona de desinterés

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14.02.2024

Lleva unos meses en cartelera la magnífica película Zona de Interés, de Jonathan Glazer, una adaptación de la novela homónima de Martin Amis, en la que se cuenta el empeño de Rudolf Höss, el comandante nazi del campo de concentración de Auschwitz, y su familia, en construir una vida feliz ajena al horror del que les separa tan solo un muro.

Escuchamos en la lejanía todo lo que ocurre en ese campo de terror mientras vemos imágenes bucólicas de una familia empeñada en ignorar todo lo que ocurre dentro de esos muros.

En Madrid, disfrutamos desde hace ya unos cuantos años, además de la libertad de no tener que preocuparnos por tener médicos en los centros de salud, de nuestra propia versión castiza de esta película. Porque Madrid se ha convertido en una zona de desinterés.

Hay zonas de desinterés en muchas ciudades y países, no hay más que ver lo que está ocurriendo en gran parte del mundo con la masacre de Gaza. Pero, como pasa con las paellas o las mascletás, las mejores zonas de desinterés, son las de Madrid.

Lo que no interesa en la capital se obvia con ganas y con un chasquido de dedos. Un desinterés premium de una comunidad que históricamente premia y vota el olvido, la impunidad, la nada, la página en blanco.

Solo hace falta cerrar los ojos y saborear una caña bien tirada en una terraza en pleno invierno, ir a un musical de Nacho Cano, alquilar tu casa por un pastizal en Airbnb, hacerte un seguro privado, ir a........

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