Me gusta. Me gusta sentir el frío rodeado de papeles, ensimismado en el trazo de un bolígrafo que nunca pone fin, que cuenta vidas, alimenta fracasos, dibuja progresos, revive miserias. Entre tachaduras, entre imágenes que, en ocasiones, las menos, reportan momentos de paz y serenidad dejando un tufo de café requemado por las rendijas de una vieja ventana donde cede la escarcha. Mi invierno. El que una fina lluvia y unas hojas en el suelo le otorgaron licencia para regresar al almanaque. El que desde diciembre debió dibujar en heladas calles su triunfal entrada.

Pero no fue así. Hoy tenemos un enero de verano que se propone cansinamente largo. Atrás quedan manos tras el cristal de una ventana que se calentaban con una taza de té rojo. Una lluvia que nunca amainaba, unos pies empapados, una toalla con que secar el pelo mojado (uno ya hace tiempo que no sabe de eso), un sol escondido e impaciente que esperaba entre nubes su turno, una nieve que una y otra vez amenazaba con volver. Nunca imaginé un enero así, ni un febrero que, si nada lo remedia, se propone como ridículo retrato de su predecesor. Me falta frío, brasero, noche, oscuridad, sábanas heladas que preceden al sueño. Y el descanso. Arropado. Hoy bochorno, cansancio, hastío. Levantas la vista al cielo y no entiendes nada. Un día igual al otro. Un día igual al otro. Me pregunto si es el castigo que merecíamos por mirar siempre hacia otro lado…

Decía Benedetti que cinco minutos bastan para soñar una vida. Si Mario viviera, nunca hubiera permitido incluir esta monotonía temporal en el transcurso de lo que entendimos simplemente por vivir en paz. Huérfanos en el silencio de un agua que abandona el cauce de nuestros ríos, de pantanos secos, de una maldita suerte que a cada momento sólo regala la monotonía de otro día igual al anterior. Y así desde el verano. No quedan imágenes para descubrir lo que no debió ser. Sólo vacíos del alma en un invierno que temo nunca volverá. Evadiendo miserias, atrapando recuerdos de fríos amaneceres. “Todo cambia y nada permanece. Y no habría belleza, ni danza, ni movimiento si las estaciones no alborotaran los colores y el follaje de los árboles no se desprendiera amarillo en el atardecer” (Gioconda Belli). Mis hijos dicen que cómo explicar ahora aquello de las cuatro estaciones, de los jerséis de cuello vuelto, del abrigo de visón, de la bufanda y del gorro. Que qué era aquello del frío polar….

Descalzos. Sin frío. Caen las últimas hojas de pura desidia. Una tarde de invierno con termómetros bombeando. Una más, como las muchas que llevamos, aunque hoy me llene de olvido y monotonía con regusto de cierta impotencia. Y del hartazgo de ver todo seco, inerte, plano, adormilado. Ojalá no salga el sol, ojalá la lluvia se desparrame monte abajo, ojalá desborde ríos y montañas, ojalá baje a mi costa y nunca vuelva a ver las señales de lo que al pantano le falta. Ojalá volvamos a abrir una mañana la persiana y decir: está lloviendo. Ojalá, al menos, que llueva café en el campo.

QOSHE - Sigue sin llover - Juan Pablo Luque Martín
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Sigue sin llover

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02.02.2024

Me gusta. Me gusta sentir el frío rodeado de papeles, ensimismado en el trazo de un bolígrafo que nunca pone fin, que cuenta vidas, alimenta fracasos, dibuja progresos, revive miserias. Entre tachaduras, entre imágenes que, en ocasiones, las menos, reportan momentos de paz y serenidad dejando un tufo de café requemado por las rendijas de una vieja ventana donde cede la escarcha. Mi invierno. El que una fina lluvia y unas hojas en el suelo le otorgaron licencia para regresar al almanaque. El que desde diciembre debió dibujar en heladas calles su triunfal entrada.

Pero no fue así. Hoy tenemos un enero de verano que se propone cansinamente largo. Atrás quedan manos tras el cristal de una ventana que se calentaban con una taza de té rojo. Una lluvia........

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