Antes de su conferencia, Carmen Duce, coordinadora nacional de movilidad en Ecologistas en Acción, me aseguró que hay niños que están al aire libre menos tiempo que un recluso en alta seguridad. Lo achaca a la falta de solares y el miedo a los coches, y algo de razón tiene. La infancia de los de mi generación, la que está a punto de hacer saltar la banca de las pensiones, era de mucha calle, mucha plazuela o mucho solar, según los casos. Y naturalmente de quioscos.

Era recibir la paga y nos lanzábamos al quiosco abducidos por su magia a comprar el tebeo que tocase y la golosina favorita, que en mi caso eran unas galletas de barquillo y chocolate que se llamaban «cubanitos». Y a leer y comer en la calle, pegar la hebra con los amigos y preparar el siguiente juego o gamberrada. Podía ser una hoguera para fundir el estaño que habían dejado en la acera los de la Telefónica o construir un patinete con cuatro cojinetes y las tablas de una caja de fruta, y a rodar calle abajo poniendo a prueba al ángel de la guarda.

Cada vez hay menos quioscos, se habrá dado cuenta; están almacenados en una nave cercana al cuartel de la Guardia Civil y en expectativa de destino, que podrían ser los patios de colegio para fomentar la lectura. El último quiosco conocido que ha sucumbido es hoy una terraza.

A Carmen Duce le parece bien que se planten árboles y arbustos en las calles, y que los coches vayan dejando sitio a los peatones, y propuso en su conferencia que para aliviar el calor podría ser bueno eliminar el asfalto de los patios colegiales. Y volver a la tierra, pensé. Algo habrá que hacer porque habrá visto que empalmamos veranillos hasta llegar al verano, el de San Miguel con el de San Martín, y éste con el de San Silvestre, y aquí es donde reclamamos aquello que se decía en la verbena de Tomás Bretón: hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, que es una barbaridad. Las ciencias nos dicen que contaminemos menos.

Hoy, los estudiantes de Ciencias festejan a San Alberto Magno figura que sabía de todo y pasó sus últimos días, semanas o meses rezando delante de la tumba que se había mandado construir el Oficio de Difuntos. Tengo por ahí una fotografía de Salvador Polo, de 1967, en la que se ve al final de la calle Oliva el esqueleto de la Facultad de Ciencias construyéndose en la Peña Celestina. Hasta su inauguración, las Ciencias tenían sus aulas en el Palacio de Anaya, que ayer protagonizó la primera jornada universitaria de celebración del Día del Patrimonio, que es mañana.

Allí estaba Unamuno viendo desfilar a los visitantes de lo que fue el colegio mayor más influyente de España, y del que hablará esta tarde la profesora Ana Carabias –la «inspectora» Ana Carabias, minuciosa investigadora– en el Casino de Salamanca. El patrimonio humano de aquel colegio de San Bartolomé y en general de todos los colegios salmantinos, mayores y menores, ha sido y es extraordinario. Mañana toca el Edificio Histórico. Entonces, Ciencias y Letras convivían en Anaya, cuya plaza ha sido tomada por Leonardo da Vinci, cuya biografía es de las más divertidas que uno puede leer, a veces cercana a lo que entendemos por un científico o inventor chiflado, con unas ocurrencias que ni Jaimito. Tocó don Leonardo todos los palos –también la cocina, también—al igual que San Alberto Magno, al que se miraba de esa manera por su afición a la alquimia. Hubiese encajado muy bien en esta ciudad con su aula satánica en la cripta de San Cipriano, mago antes que santo.

Mañana, también, con la investidura cerrada, se recordará a Conrad Kent en el Centro de Estudios Salmantinos. Creo, alcalde, que hay que hacer algo para que Salamanca le recuerde permanentemente, porque él contribuyó a mejorar el conocimiento y reconocimiento de la ciudad. Cada vez que venía a Salamanca Kent me contaba sus últimos hallazgos y adquisiciones y me queda abducido, como en el quiosco, más o menos, o viendo cómo el estaño pasaba de sólido a líquido en un bote oxidado puesto al fuego. Eso que se están perdiendo los chavales del hoy.

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Lo que se están perdiendo

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15.11.2023

Antes de su conferencia, Carmen Duce, coordinadora nacional de movilidad en Ecologistas en Acción, me aseguró que hay niños que están al aire libre menos tiempo que un recluso en alta seguridad. Lo achaca a la falta de solares y el miedo a los coches, y algo de razón tiene. La infancia de los de mi generación, la que está a punto de hacer saltar la banca de las pensiones, era de mucha calle, mucha plazuela o mucho solar, según los casos. Y naturalmente de quioscos.

Era recibir la paga y nos lanzábamos al quiosco abducidos por su magia a comprar el tebeo que tocase y la golosina favorita, que en mi caso eran unas galletas de barquillo y chocolate que se llamaban «cubanitos». Y a leer y comer en la calle, pegar la hebra con los amigos y preparar el siguiente juego o gamberrada. Podía ser una hoguera para fundir el estaño que habían dejado en la acera los de la Telefónica o construir un patinete con cuatro cojinetes y las tablas de una caja de fruta, y a rodar calle abajo poniendo a prueba al ángel de la guarda.

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