He leído libros muy raros en la vida. Una vez me leí uno de Graciano Palomo y solo recuerdo que escribía igual que se llama. Ahora, que van a cumplirse veinte años de los atentados del 11M, me gustaría explicar una extraña experiencia lectora que tuve no hace mucho, y que, insisto, en este momento soy incapaz de no sacar a colación. Tal vez me haya rayado. Lo malo de leer, así le sucedió al Quijote, es que el pensamiento se desespera, y aporrea las puertas del cerebro (Aldous Huxley las llamó las puertas de la percepción, y Jim Morrison las llamó, simplemente, las puertas). Lo que se ha leído exige frenéticamente su derecho a la realidad. Al doctor Frankenstein le sucedió algo parecido, no se puede crear impunemente. Como en un teorema de Arquímedes, o de Pitágoras, o incluso como en el Teorema de Pasolini, o de quien sea, toda creación tiende, de una manera u otra, a la verdad.
Pero no me enrollo más. El año pasado me leí una novela de Miguel Ángel Rodríguez. El mismo MAR de todos los veranos. De ese verano azul que civiliza a la derecha de Borja Sémper, con sombrillas y tumbonas y pantalones de lona arremangados por los tobillos. La derecha española confunde civilización con daikiri, pero esto es lo que hay. La novela se titulaba 'El candidato muerto', y la publicó, así figura en el pie de imprenta, Plaza & Janés en noviembre de 1998. Mi ejemplar es de la segunda edición, que apareció aquel mismo mes de aquel mismo año. Debió ser un exitazo. Qué suerte.