No me gustan las marchas. Hace parte de mi naturaleza antigregaria, que no pocas desventajas me ha traído. Pero soy así: tampoco me gustan las agremiaciones, los clubes, los conciliábulos, las roscas, las naciones, las feligresías, las camarillas, los partidos políticos, los trabajos en grupo o los deportes en equipo. Con excepción de las funciones propias de la vida familiar, la amistad o el erotismo, le huyo a cualquier circunstancia que requiera la presencia de dos o más ‘homo sapiens’ en el mismo lugar al mismo tiempo.

Adicionalmente, como dije en una columna sobre las manifestaciones de noviembre de 2019, pienso que las ciudadanías latinoamericanas le dedican demasiada energía a la búsqueda de transformaciones sociales por la vía política y no suficiente a las transformaciones a través de la ciencia, la técnica, la ingeniería y el desarrollo de capacidades administrativas. Estos asuntos son comparativamente aburridos al lado del embriagante oficio de corear arengas por las calles, es cierto. Pero me sostengo en que han hecho más por la humanidad los inventores de la máquina de vapor y la lavadora eléctrica que todos los marchantes de la historia juntos.

Aquella columna mía le hacía eco a otra, del gran Eduardo Escobar, quien falleció hace unos días, que se titulaba ‘Razones para no marchar’. Comenzaba así: “Jamás participé en una marcha. No soy rico y debo trabajar para vivir”. Yo, aunque también debo trabajar para vivir, he salido en dos o tres. En particular, en la marcha contra las Farc de 2008, la más grande que ha habido en Colombia, que cristalizó el repudio hacia la guerrilla y probablemente haya contribuido a convencerla de la necesidad de poner fin a su fracasada empresa. Y el próximo domingo 21 saldré, a pesar de mi reticencia, a la marcha organizada contra lo que un grupo de expresidentes regionales llamó “la deriva autoritaria” del gobierno de Gustavo Petro.

El otro día le preguntaron a la ‘influencer’ barranquillera Ana María Abello cuál era su motivo para participar en esa marcha, y respondió, sin siquiera pensarlo: “Para que haya un 2026”. La fórmula me pareció precisa: no se trata de tumbar al Presidente, como dicen algunos, ni de que una minoría quiera obstruir unas reformas que reclama “el pueblo”. Si esto último fuera el caso, el Presidente no tendría en su contra a 6 de cada 10 colombianos, como dicen las encuestas, y no sería tan lánguida e inespontánea la concurrencia a sus convocatorias.

Se trata de exigirle al Gobierno respeto por las instituciones, a fin de que el país llegue más o menos intacto a 2026, cuando podrá decidir si sigue por la senda radical del petrismo o si recupera lo desandado. En contra de ese horizonte, en contra de que haya un 2026, se levantan varios obstáculos: el posible colapso del sistema de salud, que detonaría una gravísima crisis social; el descuido de la seguridad, que nos ha devuelto a cifras anteriores al acuerdo con las Farc; la descabellada política energética, que nos hará dependientes del mostachudo de Miraflores; la desatención al problema de las tarifas eléctricas del Caribe, que en cualquier momento hará explosión, y el aventurerismo del “proceso constituyente”, un escenario chavistoide que debería aterrar a la derecha, pero también al progresismo, pues implicaría, con seguridad, el entierro de la Constitución del 91.

Por estos motivos, esta no puede ser una marcha solo de la derecha, sino también del centro y de la izquierda: de todos los que rechazan el rumbo que sigue el país. E incluso de quienes, como yo, les tenemos alergia a las manifestaciones. Le he criticado muchas cosas a este gobierno, pero quizá esta sea la que no le podré perdonar: que me haya hecho salir a marchar. Le pido excusas al maestro Escobar.

THIERRY WAYS

En X: @tways

tde@thierryw.net

(Lea todas las columnas de Thierry Ways en EL TIEMPO, aquí)

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Marcha forzada

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14.04.2024
No me gustan las marchas. Hace parte de mi naturaleza antigregaria, que no pocas desventajas me ha traído. Pero soy así: tampoco me gustan las agremiaciones, los clubes, los conciliábulos, las roscas, las naciones, las feligresías, las camarillas, los partidos políticos, los trabajos en grupo o los deportes en equipo. Con excepción de las funciones propias de la vida familiar, la amistad o el erotismo, le huyo a cualquier circunstancia que requiera la presencia de dos o más ‘homo sapiens’ en el mismo lugar al mismo tiempo.

Adicionalmente, como dije en una columna sobre las manifestaciones de noviembre de 2019, pienso que las ciudadanías latinoamericanas le dedican demasiada energía a la búsqueda de transformaciones sociales por la vía política y no suficiente a las transformaciones a través de la ciencia, la técnica, la ingeniería y el desarrollo de capacidades administrativas. Estos asuntos son comparativamente aburridos al lado del embriagante oficio........

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