El pasado Día de Reyes marcó el fin de una temporada más de festejos. Por cierto, me atrevería a suponer que el Día de Reyes no es más que otra manifestación del ingenio de los hispanoparlantes que siempre nos impulsa a encontrar excusas para aplazar, al menos temporalmente, la más disparatada de todas las creaciones humanas: el trabajo. Y me atrevo también a suponer que durante esta época de fiestas babilónicas muchos de ustedes, queridos lectores, participaron en una deleitosa actividad que es tan vieja como las sociedades mismas: hablar mal de alguien a sus espaldas.

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Quizás algunos de ustedes hayan sido quienes tomaron la delantera o quienes reprocharon la diatriba sacando a flote el libro de autosuperación de turno o, incluso, quienes se aguantaron hasta al final de la sobremesa por miedo a convertirse en la siguiente víctima. Sea como fuere, me cuesta pensar que esta no haya sido una actividad que al menos haya estado presente a la hora del almuerzo. Y es que a la larga hablar mal de alguien a sus espaldas, más que un vicio moral, un acto de cobardía o una tontería, es asunto de la más alta seriedad, pues se trata de un acto que da cohesión moral a las sociedades y determina, sin que nos demos cuenta, muchas de nuestras decisiones más íntimas. ¿Por qué?

Quizás convenga empezar por entender qué es lo que realmente sucede cuando hablamos mal de alguien a sus espaldas. Hay, a grandes rasgos, tres razones principales por las que lo hacemos. La primera tiene que ver con exponer nuestro desacuerdo con este o aquel principio moral que practica la víctima de turno, ya sea por vago o por trabajar en exceso, por beber demasiado o no suficiente, por matricularse a una doctrina religiosa o haber renunciado a ella, por ser reservado en exceso o no lo suficiente y demás. En lo que a esta primera razón respecta, hablar mal de quien está ausente se hace con el fin de exponerles a los presentes una serie de valores propios, los cuales son respaldados cuando estos se suman a la injuria o puestos en tela de juicio cuando salen a la defensa del damnificado.

Hay algo más importante que sucede cada vez que hablamos mal de alguien a sus espaldas: sale a flote, por sutil o prominente que sea, el miedo a que seamos las próximas víctimas.

La segunda razón por la que nos embarcamos en semejante acto es para posicionarnos como superiores con respecto a alguien que, no obstante compartir valores con nosotros, a nuestro parecer no ha sido capaz de llevarlos a cabo exitosamente. Algunos ejemplos son acusar a alguien de haberse tirado la fortuna de sus padres, de no ser particularmente diestro en sus oficios o de ser un columnista mediocre. En este caso, el mecanismo social que opera es el de la jerarquización. La tercera y última razón por la que lo hacemos es para mitigar los triunfos de quien ha conseguido objetivos que nosotros tan solo anhelamos. Aquí el instrumento social que se pone en marcha es el de la desestabilización de la competencia. Quizás el ejemplo más común en estas situaciones sea el de acusar a la obra del injuriado de falta de originalidad.

Pero hay algo más importante que sucede cada vez que hablamos mal de alguien a sus espaldas: sale a flote, por sutil o prominente que sea, el miedo a que seamos las próximas víctimas. Y aunque este miedo parece habitar el reino de la intimidad, en realidad se trata de un fenómeno que atraviesa como un resplandor cada uno de los rincones de nuestras sociedades. Es un miedo que nos motiva a tomar decisiones personales de la mayor importancia en nuestras vidas, desde con quién compartimos las sábanas hasta cómo decidimos ganarnos la vida. Más aún, y por la misma razón, se trata de un miedo que es, en gran medida, responsable, por alinear diferentes personas alrededor de sistemas de valores comunes. Y quien no siente miedo en un grupo social, de seguro que lo siente en otro. Es, en definitiva, por todo lo anterior por lo que hablar mal de alguien a sus espaldas –como Durkheim decía de los chismes– es uno de los pilares fundacionales de las sociedades que habitamos.

SANTIAGO VARGAS ACEBEDO

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El deleite de hablar mal de alguien a sus espaldas

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13.01.2024

El pasado Día de Reyes marcó el fin de una temporada más de festejos. Por cierto, me atrevería a suponer que el Día de Reyes no es más que otra manifestación del ingenio de los hispanoparlantes que siempre nos impulsa a encontrar excusas para aplazar, al menos temporalmente, la más disparatada de todas las creaciones humanas: el trabajo. Y me atrevo también a suponer que durante esta época de fiestas babilónicas muchos de ustedes, queridos lectores, participaron en una deleitosa actividad que es tan vieja como las sociedades mismas: hablar mal de alguien a sus espaldas.

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Quizás algunos de ustedes hayan sido quienes tomaron la delantera o quienes reprocharon la diatriba sacando a flote el libro de autosuperación de turno o, incluso, quienes se aguantaron hasta al final de la sobremesa por miedo a convertirse en la siguiente víctima. Sea como fuere, me cuesta pensar que esta no haya sido una actividad que al menos haya estado presente a la hora del almuerzo. Y es que a........

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