Finalmente aterrizó el avión en el aeropuerto El Dorado de Bogotá, donde tiendo a caminar robotizada y efectiva para subir o salir del avión, excepto por una mirada nostálgica rápida al hoy parqueadero de aviones donde solía estar el viejo edificio que me evoca tantos bellos recuerdos de bienvenidas. La despedida es el comienzo del regreso, siempre me dijo mi padre.

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En el taxi a casa empecé a sentir que algo estaba diferente. Era sutil. La ciudad olía a humo. Me ardían los ojos y la garganta. Había leído en las noticias sobre cada uno de los incendios que tenía el país durante este agudo verano, pero el de la capital, aunque apagado y que ya no sentían quienes habían estado en la ciudad y lentamente se habían acostumbrado, yo lo identificaba con claridad entrando en mis pulmones.

Me puse a pensar en Bogotá. Esa ciudad capitalina y grande guiada por su cordillera que marca como brújula sus caminos. Esa ciudad que a 2.625 metros atrae personas de todo el país y el mundo, convirtiéndola en un espacio diverso, incluyente, de mentes abiertas, críticas y exigentes. Son más fáciles las ciudades homogéneas, es más fácil para un maestro manejar una clase uniforme de pensamiento que una con espacio para la divergencia; sin embargo, es mucho más interesante –aunque compleja– la segunda. Esa es la belleza colateral de la dificultad.

El fuego unió por un instante, pero desafortunadamente las acciones esporádicas no conquistan soluciones definitivas.

Bogotá es difícil. Su tráfico roba horas de vida; la agresividad de peatones, ciclistas, motociclistas y choferes altera la serenidad por igual; los pitos aturden; la inseguridad real y percibida tensiona. Y sin embargo aquí escogen vivir más de 7 millones de personas porque tiene contrapeso. Alberga en ella el centro del Gobierno Nacional, es el centro empresarial del país, el lugar de las grandes instituciones académicas y de investigación y el eje de las grandes ofertas culturales en todas las artes.

Se trata de un territorio que da generoso y compensa el caos con su belleza, pero siento de nuevo el humo en las fosas nasales y me pregunto cuánto recibe. En qué estado está la cultura cívica de sus habitantes para abrazar sus crisis y sus sueños. Fue sorprendente ver cómo el miércoles los chats se llenaron de alegría porque ¡llovía! No se suele notar la lluvia con agrado, somos pocos los que la encontramos maravillosa, pero las situaciones críticas unen. El fuego unió por un instante, pero desafortunadamente las acciones esporádicas no conquistan soluciones definitivas.

Pequeños nos hablan del valor detrás del rol: el bienestar que provee el doctor, la seguridad que traen la policía y los bomberos, la aventura que incluye el piloto, la guía del maestro, la sabiduría del profesional y el técnico, la creatividad del artista, la solidaridad del vecino... pero empezamos a hablar y caminar y aparecen las contras que han generado las noticias y no sin razón: no hables con nadie, no aceptes nada de desconocidos, no CONFÍES en extraños. Y cada uno de esos roles mágicos se desvanece ante la duda y el temor.

Adicionalmente aparece el “síndrome del uniforme”. El médico y la enfermera a los que les confío mi vida en la calle, sin el hospital y el uniforme, es un enemigo potencial más, y se extiende esta imagen a todos aquellos afuera que también pertenecen a una familia y caminan con sueños y dilemas.

En un punto se rompieron nuestros vínculos. Es un reto enorme, pero añoro las enseñanzas de Antanas Mockus en Bogotá, la campaña de Quiero a Medellín que tararean mentalmente generaciones con leer su eslogan o Ven, Vive Barranquilla. Bogotá necesita el despertar de la cultura cívica basada, como leí que dijo Mauricio García, en la educación, la confianza, un espacio público limpio, buen gobierno y sanciones efectivas, entre otros. El fuego se apaga, el humo se diluye, y se olvida el interés colectivo para que la bella difícil reciba el reconocimiento justo que celebra a todos.

MARTHA ORTIZ

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Bogotá huele a humo

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02.02.2024

Finalmente aterrizó el avión en el aeropuerto El Dorado de Bogotá, donde tiendo a caminar robotizada y efectiva para subir o salir del avión, excepto por una mirada nostálgica rápida al hoy parqueadero de aviones donde solía estar el viejo edificio que me evoca tantos bellos recuerdos de bienvenidas. La despedida es el comienzo del regreso, siempre me dijo mi padre.

(También le puede interesar: La piedra contra las instituciones)

En el taxi a casa empecé a sentir que algo estaba diferente. Era sutil. La ciudad olía a humo. Me ardían los ojos y la garganta. Había leído en las noticias sobre cada uno de los incendios que tenía el país durante este agudo verano, pero el de la capital, aunque apagado y que ya no sentían quienes habían estado en la ciudad y lentamente se habían acostumbrado, yo lo identificaba con claridad entrando en mis pulmones.

Me puse a pensar en Bogotá. Esa ciudad capitalina y grande guiada por su cordillera que marca como brújula sus caminos. Esa ciudad que a 2.625 metros atrae........

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