Con qué y con quién nos sentimos conectados es parte de lo que nos define. Un color de piel, un idioma, una clase social, una creencia, un país, una postura política, un círculo de amigos, una familia, un equipo de fútbol, un artista, una banda musical, un escritor. Nada resume mejor quiénes somos que las cajas, grandes o pequeñas, en las que nos encontramos con otros. Cajas que nos acercan a aquellos con quienes compartimos una misma conexión, y nos alejan de los que son diferentes a nosotros.

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Ocupar un cierto número de cajas o la intersección de un conjunto de ellas es inevitable. Uno es lo que es. Y hay pocas sensaciones mejores que la de pertenecer a algo más grande que uno mismo y sentir afinidad con otros. Verse en el espejo de otros que lo reconocen a uno y se reconocen en uno es siempre un premio.

Por otro lado, sin embargo, como los seres humanos somos tribales y nos sentimos a gusto y más a salvo entre los que se nos parecen, esas cajas que nos hacen bien en tantas dimensiones también representan un riesgo, sobre todo cuando son estrechas. La distancia con los que no se encuentran con nosotros en ellas, con frecuencia nos impide verlos en toda su humanidad. Los niveles altísimos de polarización política tienen por detrás millones de personas encarando el mundo desde sus pequeñas cajas donde no caben los demás. Los juicios que hacemos sobre personas a quienes realmente no conocemos, también. El odio a los inmigrantes, a los homosexuales, a los judíos, por mencionar algunas de las formas de odio sistemático con las que se simplifica y reduce a grupos enteros de personas, también.

Nada resume mejor quiénes somos que las cajas, grandes o pequeñas, en las que nos encontramos con otros.

Entonces la conversación es difícil. Lo primero, ya dicho, porque estamos en cajas, aunque no queramos y a veces no seamos conscientes de ello o no lo digamos de esta forma. Lo segundo, porque algunas cajas son fantásticas. Piensen en la energía de la emoción multitudinaria cuando gana el equipo que uno quiere. O en la última vez que compartieron un rato de celebración con hijos, nietos, padres, hermanos, abuelos, yernos, nueras, tíos y primos. La familia es la tribu más básica, donde los lazos de la memoria y el cariño permiten traspasar las fronteras que ponen otras cajas. O en lo que sería la vida sin la incondicionalidad de los amigos que se van haciendo a lo largo de la vida, por causa de esas conexiones profundas que permiten las cosas en que nos encontramos.

Los sentimientos de afinidad con otros y pertenencia a un grupo son una parte importante de la vida y hay que defenderlos sin perder de vista el costo enorme que representa ubicarse en cajas muy estrechas. Hoy, al cierre de este año imposible de guerras, ansias de cambio, promesas, frustración y sociedades enfrentadas consigo mismas, al hablar de pertenencia pienso en la caja que tenemos que ocupar y no ocupamos bien, casi en ninguna parte de la región: esa caja que se llama el país al que pertenecemos. Somos patrioteros pero individualistas. Nos cuesta vernos como parte de esa colectividad a la que pertenecemos por nacimiento o adopción porque nos ha ganado la compartimentalización –esa multiplicidad de otras pequeñas cajas, una cuadrícula demasiado fina bajo la que se desdibuja incomprensiblemente esa caja pesada y más grande–.

En muchas partes se oye decir que en América Latina el contrato social está roto. Ese acuerdo de la sociedad sobre los derechos y deberes de todos en nuestros países es frágil y con frecuencia se queda en el papel. Porque la caja de la ciudadanía nos elude. Vemos al compatriota demasiado lejano de nosotros. No nos preguntamos nunca, o no lo suficiente, qué nos define como miembros de ese grupo más amplio que nos da la nacionalidad.

Que el 2024 nos traiga salud, trabajo y prosperidad. Mentes claras para reconocer y valorar las conexiones que nos definen y las cajas a las que pertenecemos. Y que sea por fin un año de volcar la mirada hacia adentro en nuestras sociedades y comenzar a poner ladrillos para construir un contrato social verdadero y un país al que nos sintamos orgullosos de pertenecer.

MARCELA MELÉNDEZ

(Lea todas las columnas de Marcela Meléndez en EL TIEMPO, aquí)

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Pertenecer

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19.12.2023

Con qué y con quién nos sentimos conectados es parte de lo que nos define. Un color de piel, un idioma, una clase social, una creencia, un país, una postura política, un círculo de amigos, una familia, un equipo de fútbol, un artista, una banda musical, un escritor. Nada resume mejor quiénes somos que las cajas, grandes o pequeñas, en las que nos encontramos con otros. Cajas que nos acercan a aquellos con quienes compartimos una misma conexión, y nos alejan de los que son diferentes a nosotros.

(También le puede interesar: No es tan fácil)

Ocupar un cierto número de cajas o la intersección de un conjunto de ellas es inevitable. Uno es lo que es. Y hay pocas sensaciones mejores que la de pertenecer a algo más grande que uno mismo y sentir afinidad con otros. Verse en el espejo de otros que lo reconocen a uno y se reconocen en uno es siempre un premio.

Por otro lado, sin embargo, como los seres humanos somos tribales y nos sentimos a gusto y más a salvo entre los que se nos parecen, esas cajas que nos hacen bien en tantas dimensiones también........

© El Tiempo


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