Leonidas Montes

Se suele decir que la política es un arte. Incluso hablamos del arte de la política. Pero poco hablamos de la política del arte. En su libro “Delirio Americano”, Carlos Granés, que estará en Chile a principios de noviembre, recorre la extravagante relación entre política y cultura en Latinoamérica.

La elección de la palabra delirio no es casual. Etimológicamente es salirse del surco, de esa zanja que guiaba al viejo arado. Tiene el sentido de perder la dirección o perder la cabeza. Generalmente se asocia a la persona que tiene una creencia tan firme como equivocada. Son los dueños de la verdad, los caudillos que han arado los destinos de Latinoamérica. Tal vez por eso el autor, después de este viaje repleto de tragedias y conexiones, se consuela con un modesto y simple “liberalismo no redentor, cosmopolita e impuro, que fomente liderazgos plurales”.

En esta aventura para reflotar la curiosa y tortuosa relación entre política y arte hay detalles fascinantes. ¿Sabía usted que en 1962 Fidel Castro invitó a Perón a instalarse en Cuba? Los nacionalismos se confundían con el socialismo, el nazismo con el comunismo, incluso Perón con Fidel Castro. Repasar esta historia nos recuerda esa acertada intuición del “Camino a la Servidumbre” (1944) de Hayek: el fascismo y el comunismo son dos caras de la misma moneda.

Un palpable ejemplo de la influencia del arte es el grandioso plan de Juscelino Kubitscheck para fundar Brasilia. El diseño de Niemeyer y Costa desplegaba un moderno avión. Los famosos arquitectos hicieron realidad su sueño, pero la ciudad ideal fue solo eso, un sueño. Y para qué hablar del sueño convertido en pesadilla del Che Guevara. Había que transitar del hombre nuevo, ese ser noble y puro, al mítico y letal guerrillero. “No debemos temerle a la violencia, la partera de las sociedades nuevas”, nos decía.

En esta narrativa no hay excepciones. Todos los países hemos sido víctimas de este devenir, donde el arte se suma a la política y la política suma al arte. En Chile salta nuestro Neruda con su “Canto General” y su relegada “Oda a Stalin”. Pero hubo notables excepciones que quizá nos ayudaron a alejar algunos fantasmas totalitarios. Ahí están el giro de Vicente Huidobro durante la Segunda Guerra escribiendo sus cartas al Tío Sam, la desilusión de Enrique Lihn con la revolución después de ganar el Premio Casa de las Américas, la temprana y valiente decepción del gran Jorge Edwards, las graciosas y provocativas parrandas de nuestro Nicanor Parra, que no se creía los cuentos, y el realismo de Bolaño, que percibió que el comunismo y el nazismo fueron guiados por poetas.

En la última edición de Artes y Letras, el autor de esta ágil y detallada odisea nos dice que “los políticos se comportan como artistas del ideal y los artistas como políticos que quieren solucionar los problemas del mundo”. Basta mirar a la joven y nueva élite política que guía nuestros destinos. Y recordar a algunos artistas. Después del estallido social, Javiera Parada, vestida de blanco, hizo un llamado por la paz. Nuestro gran poeta Raúl Zurita, que propiciaba la revolución y solo veía a la juventud chilena “cantando y bailando”, se preguntaba “por qué no estás bailando con tus compañeros”, agregando “cómo pudiste… si estaban con sus metralletas en ristre”. Incluso agregó “el vestidito blanco se te va llenando de sangre”. Es cierto, también admiramos a Ezra Pound pese a su relación con Mussolini. A los artistas hay que admirarlos, sin endiosarlos ni convertirlos en filósofos reyes de la República de Platón.

Nuestros últimos cuatro años en Chile llaman a leer y a aprender del “Delirio Americano”. Al final, el aburrido arte de la política es acerca de lo real, de lo posible. Tal vez por eso, prefiero ver al Presidente cuando disfruta de la poesía y no cuando se cree poeta.
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Delirios poéticos

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02.11.2023

Leonidas Montes

Se suele decir que la política es un arte. Incluso hablamos del arte de la política. Pero poco hablamos de la política del arte. En su libro “Delirio Americano”, Carlos Granés, que estará en Chile a principios de noviembre, recorre la extravagante relación entre política y cultura en Latinoamérica.

La elección de la palabra delirio no es casual. Etimológicamente es salirse del surco, de esa zanja que guiaba al viejo arado. Tiene el sentido de perder la dirección o perder la cabeza. Generalmente se asocia a la persona que tiene una creencia tan firme como equivocada. Son los dueños de la verdad, los caudillos que han arado los destinos de Latinoamérica. Tal vez por eso el autor, después de este viaje repleto de tragedias y conexiones, se consuela con un modesto y simple “liberalismo no redentor, cosmopolita e impuro, que fomente liderazgos plurales”.

En esta aventura para reflotar la curiosa y tortuosa relación........

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