El mal de Colombia es el Estado: el modo de elegirse, el modo de contratar, el modo de exprimir a la sociedad sin generar riqueza, la burocracia, el despilfarro, la politiquería, las coimas, el tráfico de influencias, los salarios astronómicos de los altos ejecutivos, la feria de los billones arriba y la procesión de las miserias abajo. El mal de Colombia es la política, que decide a espaldas de la gente, que decide arbitrariamente las prioridades del gasto.

Entrar a formar parte del Estado es entrar en el círculo de los privilegios, es entrar en el clan, en el nicho, en el cogollito de los que parasitan de la sociedad entera. Y llegar al poder a conservar eso, llegar al poder a cohonestar con eso, es miserable. “Ahora somos los beneméritos, ahora somos los privilegiados, ahora somos sus excelencias”.

No hacer nada por modificar ese sistema corrupto, ese aparato desalmado de sueldos desproporcionados, de impuestos extorsivos, de congresos suntuarios, de viajes de príncipes al otro lado del mar, de escoltas, de camionetas blindadas, de helicópteros para ir a casa, de vuelos sin cesar por el mundo para liderar al género humano, de arrogancia, de omnipotencia, es caer en las garras de aquello que se decía combatir.

No ser capaces de desconfiar del poder, convertirse en los administradores sin dudas del Estado sin cambios, no es utilizar el poder como instrumento sino convertirse a conciencia en los instrumentos del poder para seguir haciendo lo mismo con la ilusión de que se hace otra cosa. Nadie lo advirtió mejor que Kafka, cuyo año estamos a punto de comenzar: “El animal arranca el látigo de las manos de su amo, y se castiga a sí mismo para convertirse en amo de sí mismo, y no comprende que todo eso no es más que una ilusión producida por un nuevo nudo en el látigo”.

¿Cómo era la vieja manera de administrar el país? Si necesitamos dinero porque hay otro hueco en el presupuesto, hacemos una nueva reforma tributaria. Si estamos agobiados por la violencia, instalamos una nueva mesa de paz, o varias, porque el mal ha crecido. Si el modelo de propiedad de la tierra es aberrante, anunciamos una reforma agraria. Si alguien quiere hablar con el presidente, que pida una cita. Si hay que cambiar las cosas, hagamos nuevas leyes, y paguemos el precio que haya que pagarle al congreso corrupto para que las apruebe.

¿Y a esto llamamos el cambio? ¿A que no se hacen otras cosas, sino que es otro el que hace las mismas? Las mismas, cuando no peores. Porque antes los odiosos mandatarios del sistema sin duda infame por lo menos hablaban con sus ministros, por lo menos escuchaban los argumentos, por lo menos explicaban las decisiones. Aún más grave es tener una idea infantil del poder que consiste en dar órdenes y en exigir resultados.

El poder es el lecho de Procusto, tienes que ajustarte a su talla. Si no caben los pies, te cortas los pies, si no cabe la cabeza, te cortas la cabeza. Y mientras estés en él, ajustándote a sus medidas, te hace sentir que tú eres él, te da la ilusión de que lo puedes todo. ¿Te gusta el micrófono? Te da todo el micrófono. ¿Te gusta el escenario? Te da todo el escenario. ¿Te gusta mostrarles a los otros que tú lo sabes todo? ¡Adelante! El poder es espejo de vanidades, y basta ver hoy a la América Latina para saber que aquí no se está abriendo paso la extrema izquierda ni la extrema derecha, sino la extrema vanidad.

“Y si usted no me cambió el país en estos seis meses, señor ministro, se me va”. “Ahí le mando mi ángel de la guarda con la espada en la mano que lo arrojará lejos del paraíso burocrático”. “No vamos a tolerar ineficiencias”. “¿Y cuántas veces dice usted, señor ministro, que habló con su jefe en este año y medio de ejercicio?”. “Como tres veces, señor, pero siempre breve”.

El mal de Colombia es el Estado burocrático, clientelista, formalista, ceremonioso, corrupto, infatuado, extorsionista, expoliador, irresponsable, cínico. No cambiar ese Estado, no modificarlo, no acabar con los trámites infinitos, con las colas interminables, con la burocracia estatal, con el papeleo, con la desconfianza del ciudadano, es volverse su cómplice.

Aquí sólo tendrían derecho a imponer nuevos impuestos y a autorizar nuevas alzas si pusieran de verdad al país a producir, a la fuerza de trabajo a trabajar, a los empresarios a emprender, a las tierras a florecer, a los talentos a surgir, y al Estado a servirle de verdad a la comunidad sin arrogancias. Sin servidores públicos apostados en las curvas de las carreteras deshechas a espiar los descuidos de los ciudadanos para redondearse el sueldo con el pretexto de la ley sagrada, que deja de ser sagrada cuando aparece el rostro de Lleras Restrepo en un papelito verde.

¿Y este era el cambio? ¿Suspender el subsidio al combustible porque todo el que maneja un carro es un antisocial que debe ser amonestado? ¿Y apretar como un garrote vil los mecanismos tributarios a la manera del peor Estado alcabalero?

¿Este era el cambio? Porque lo anterior era muy malo, pero es peligroso hacer lo mismo, mantener el Estado corrupto, asumir los privilegios y perpetuar lo que existe, y darle a todo eso el sonoro nombre de “el cambio”.

Uno puede terminar creyéndoselo, y viendo como un hereje a todo el que se atreva a criticar lo que todos estamos viendo. Que nada parece ser de verdad el cambio, sino un nuevo nudo en el látigo.

QOSHE - El látigo - William Ospina
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El látigo

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14.01.2024

El mal de Colombia es el Estado: el modo de elegirse, el modo de contratar, el modo de exprimir a la sociedad sin generar riqueza, la burocracia, el despilfarro, la politiquería, las coimas, el tráfico de influencias, los salarios astronómicos de los altos ejecutivos, la feria de los billones arriba y la procesión de las miserias abajo. El mal de Colombia es la política, que decide a espaldas de la gente, que decide arbitrariamente las prioridades del gasto.

Entrar a formar parte del Estado es entrar en el círculo de los privilegios, es entrar en el clan, en el nicho, en el cogollito de los que parasitan de la sociedad entera. Y llegar al poder a conservar eso, llegar al poder a cohonestar con eso, es miserable. “Ahora somos los beneméritos, ahora somos los privilegiados, ahora somos sus excelencias”.

No hacer nada por modificar ese sistema corrupto, ese aparato desalmado de sueldos desproporcionados, de impuestos extorsivos, de congresos suntuarios, de viajes de príncipes al otro lado del mar, de escoltas, de camionetas blindadas, de helicópteros para ir a casa, de vuelos sin cesar por el mundo para liderar al género humano, de arrogancia, de omnipotencia, es caer en las garras de aquello que se decía combatir.

No ser capaces de desconfiar del poder, convertirse en los administradores sin dudas del Estado sin cambios, no es........

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