Muchas veces se ha preguntado la filosofía por los límites de lo decible, por el alcance del lenguaje. También la literatura y la teología se han preguntado por lo que puede (y hasta lo que debe) decirse.

Para la filosofía, la cuestión radica en cómo hablar con verdad de los temas decisivos: el amor, la belleza, el dolor, el suicidio, la maldad, la muerte. Para la literatura, la cuestión es cómo hablar de esos mismos temas, que también le son propios, con justicia. Para la teología la cuestión es cómo hablar de Dios con verdad y con justicia; con piedad, digamos. ¿Cómo hablar, pues, de lo abscóndito y de lo inefable?

Aparecen estos temas como los límites de lo pensable, de lo concebible y, claro, de lo decible. Son tan pocas las palabras cuando hay que hablar de la muerte… Nadie la ha conocido; nadie ha ido a sus dominios y ha vuelto para contarnos, con la potestad que da ser observador directo, en qué consiste o puede consistir. Tampoco basta haber padecido el dolor, el desamor, la injusticia… para hablar de estas materias con dignidad y con elocuencia; para encontrar en la experiencia propia las palabras justas que el fenómeno precisa. Nunca otorgan autoridad suficiente las experiencias vividas, que nos indignan y que muchas veces pretenden sublimarse a través del arte o del testimonio, para hablar de ellas con verdad o con acierto.

La tradición teológica coincide en señalar que Dios es el ente supremo e infinito, aquel cuya definición no se agota con la predicación, todo lo amplia que se quiera, de sus atributos. Siempre hay un no sé qué, impreciso e indefinible, que se escapa y rehúye el lenguaje. De allí lo indignos que se sienten los poetas y los místicos cuando se trata de hablar del amor. De allí esa sensación de insatisfacción constante cuando hay que hablar de lo más preciado y sublime; parece uno acercarse con el discurso, con el análisis o con la intuición, esto es, con la filosofía o con la poesía, pero parece también que no fuese posible dar cuenta cabal del objeto tratado. «Los mejores en las palabras también se equivocan cuando hay que hablar de lo sutil y casi indecible», escribió Rilke. De allí la paciencia proverbial con la que trabajan algunos escritores. Se sabe la minucia singular con la que trabajaba Flaubert. Al comienzo de la mañana corregía una cuartilla y le quitaba una coma; al final del día la volvía a poner. Por eso escribió poco más de un puñado de libros en sus cincuenta y ocho años de vida.

Parece que se concibe una frase sublime, una metáfora perdurable, una glosa que da en la diana del asunto o roza el corazón del tema tratado, pero al día siguiente se revisa el texto y embarga al autor el desánimo, y es menester volver a comenzar. Todo sucede como si viviésemos presos de una asíntota perenne e infinita. Así funciona, así huye el lenguaje en relación con los temas graves y sublimes que pretende tratar. Y entonces, por el temor de no decir bien, en ocasiones cometemos la injusticia y la violencia de callar.

@D_Zuloaga

juandavidzuloaga@yahoo.com

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Decir lo indecible

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18.01.2024

Muchas veces se ha preguntado la filosofía por los límites de lo decible, por el alcance del lenguaje. También la literatura y la teología se han preguntado por lo que puede (y hasta lo que debe) decirse.

Para la filosofía, la cuestión radica en cómo hablar con verdad de los temas decisivos: el amor, la belleza, el dolor, el suicidio, la maldad, la muerte. Para la literatura, la cuestión es cómo hablar de esos mismos temas, que también le son propios, con justicia. Para la teología la cuestión es cómo hablar de Dios con verdad y con justicia; con piedad, digamos. ¿Cómo hablar, pues, de lo abscóndito y de lo inefable?

Aparecen estos temas como los límites de lo pensable, de lo concebible y, claro, de lo decible. Son tan pocas las palabras cuando hay........

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