Lo recuerdo perfectamente. La negrada deliró en el estadio de béisbol Once de Noviembre de Cartagena de Indias como si Eusebio Moreno hubiera conectado un jonrón. El día anterior, Susana Caldas Lemaitre, la reina más carismática de una nación que paría reinas a tutiplén, ganó el Concurso Nacional de Belleza y ahora paseaba su blancura por el campo de pelota tomada del brazo por un edecán de la Armada. A tres puestos de donde yo estaba, una voz cavernosa bramó: “¡Suéltala, que ella es de nosotros!”. Aquello fue una orden marcial. El edecán tímido le soltó el brazo y ella caminó sola, suelta, saludando y lanzando besos con ambas manos a las tribunas.

Tranquilos y tranquilas (¿tranquiles?), no tienen que ser anacrónicos con sus actuales sensibilidades políticamente correctas y sus militancias alternativas: en aquellos tiempos la nación, toda, veía reinados como si mirara un deporte de masas, y Cartagena veía el béisbol y el reinado sin cambiarse de uniforme. Lo recuerdo perfectamente. Era 13 de noviembre de 1983, jugaba el equipo de béisbol Torices, Cartagena cumplía 450 años, también celebraba un aniversario más de su independencia y yo cursaba tercero de primaria en una escuela pública de un barrio popular de la ciudad. Cinco meses atrás, durante la semana del cumpleaños, en un ejercicio de ortodoxa colonialidad, nos entregaron banderitas de papel de Colombia y España –“La de Colombia en la mano derecha”, repetía la rectora como si depositara el destino de la nación en nuestras manos–, y nos llevaron al centro amurallado. Una vez allí, nos repartieron –junto con los estudiantes de otras escuelas– en las dos aceras de un largo trayecto de la avenida Santander para que saludáramos el paso en un automóvil descapotado del príncipe Felipe de Asturias –ahora rey de España–, que había venido en representación de su padre –cuando todavía el mundo no sabía que cazaba elefantes ni los paparazzi los habían fotografiado bronceándose en pelota en un yate–, para asistir a los festejos del cumpleaños de la ciudad junto al entonces presidente Felipe González.

Analizado desde ahora, uno no sabría decir si nos llevaron para que viéramos al futuro rey, descendiente de los viejos reyes que administraron estos territorios desde la lejana metrópolis o para que el príncipe, con apenas 15 años –los expertos en los cotilleos del poder decían que el rey se lo habían encargado al entonces presidente Belisario Betancourt diciéndole, “cuídamelo, es solo un chaval”–, viera a los descendientes de los africanos que sus antepasados habían introducido por este puerto. Pero esta preocupación decolonial –como se estila decir ahora– es mi asunto del presente. En aquellos momentos mi preocupación más grande era conseguir las laminitas para completar el álbum de béisbol colombiano de la temporada 1983-84 –que jugaba los equipos Indios, Torices, Café Universal y Cerveza Águila en Cartagena y Barranquilla–, y presumir en la escuela que vivía a dos cuadras de la casa de Eusebio Moreno Castro, jardinero central de Torices. Estaba muy cerca, muy cerca de la realeza del béisbol colombiano.

El próximo sábado 11 de noviembre, Cartagena celebrará 212 años de independencia. Susana Caldas ya es abuela; el príncipe ya tiene canas y ahora es rey. Dudo mucho que una rectora se atreva a sacar a los estudiantes de la escuela que dirige para entregarles banderitas y ponerlos en calle de honor a la princesa Leonor de Asturias. No tengo muy claro con qué delira la barriada, pero la ciudad sigue ahí, en su algarabía como para espantar el salitre que amenaza con corroerlo todo.

QOSHE - Cartagena de Indias: de reinas, príncipes y beisbolistas - Javier Ortiz Cassiani
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Cartagena de Indias: de reinas, príncipes y beisbolistas

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09.11.2023

Lo recuerdo perfectamente. La negrada deliró en el estadio de béisbol Once de Noviembre de Cartagena de Indias como si Eusebio Moreno hubiera conectado un jonrón. El día anterior, Susana Caldas Lemaitre, la reina más carismática de una nación que paría reinas a tutiplén, ganó el Concurso Nacional de Belleza y ahora paseaba su blancura por el campo de pelota tomada del brazo por un edecán de la Armada. A tres puestos de donde yo estaba, una voz cavernosa bramó: “¡Suéltala, que ella es de nosotros!”. Aquello fue una orden marcial. El edecán tímido le soltó el brazo y ella caminó sola, suelta, saludando y lanzando besos con ambas manos a las tribunas.

Tranquilos y tranquilas (¿tranquiles?), no tienen que ser anacrónicos con sus actuales sensibilidades políticamente correctas y sus militancias alternativas: en aquellos tiempos la nación, toda, veía reinados como si mirara un deporte de........

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