En una calle que frecuento, la fachada de un edificio se topa contra la culata de otro, formando un ángulo agudo. Ese rincón que forman los dos edificios es el sitio ideal de los borrachos nocturnos. Como perros que marcan el territorio después de oler el caos olfativo de la ciudad, la orina de los borrachos se derrama una y otra vez sobre la meada del borracho previo. A veces, como en el viejo chiste de mi amigo Carlos Gaviria, algún vecino en desvelo le grita a un borracho desde el balcón: “¡Ey! ¡Ahí no se puede!”. Y el borracho contesta, sin siquiera mirar pa’ arriba: “Pues yo estoy pudiendo”. Al amanecer, los vecinos que madrugamos a tomarnos un tinto contemplamos impotentes las hileras de meados de los dipsómanos noctámbulos. Yo miro al cielo y agradezco a los dioses del Olimpo por haberme castigado con la bendición de haber perdido el olfato.

Pero ese no es el problema. El problema es la pelea entre las juntas de propietarios de los dos edificios. A veces los borrachos no se limitan a descargar la vejiga, sino también la barriga. ¿Cuál de los dos edificios se debe encargar de la limpieza del vómito y la orina? Después de mucho discutir, ambas juntas resolvieron por unanimidad que esa no era tarea de ellos, sino del municipio, y escribieron una larga carta al señor alcalde solicitando que todas las mañanas (especialmente las de los viernes, sábados y domingos) dispusiera el paso de barrenderos dotados de mangueras que limpiaran, bien fuera de orina o bien de orina y vómito, el rincón de la calle en referencia, en el que la culata y la fachada de dos edificios contiguos formaban ese involuntario vomitorio y mingitorio públicos.

A los emperadores romanos, en general, se los recuerda por sus grandes hazañas guerreras de defensa o de conquista. Julio César, por ejemplo, redactó sus célebres Comentarios de la guerra de las Galias, cuyo inolvidable íncipit nos hacían aprender en la escuela de memoria como ejemplo de un arranque claro y conciso: “La Galia está toda dividida en tres partes: una, que habitan los belgas; otra, los aquitanos; la tercera, los que en su lengua se llaman celtas y en la nuestra galos”. Pero no se crea que Cayo Julio César se ocupaba solamente de los grandes asuntos del Estado. No. Uno de los edictos más célebres y polémicos del dictador fue muy sencillo. A partir del lunes todos los romanos están obligados a barrer y limpiar el frente de sus casas. Punto. Con una ley urbana tan simple se solucionó un problema enorme: la mugre de las calles, la boñiga, su hedor, el peligro pestífero del cagajón humano o equino.

Otro emperador romano, Vespasiano, es recordado sobre todo, al menos en Turín –la ciudad donde hice la universidad– por haber ordenado la construcción de orinales públicos. Los turineses, en su honor, llaman “vespasianos” a los mingitorios que salpican aquí y allá esa villa erigida en honor de los toros y de Augusto: Augusta Taurinorum.

Aquí nuestros augustos emperadores solo se ocupan de asuntos trascendentales: de salvar el mundo, que está a punto de explotar en una calamitosa burbuja de calor ardiente; de hacer una paz tan total que incluya incluso las bandas del último barrio de la más lejana aldea de la república. De ordenar la fabricación de los pasaportes a una compañía inglesa, o mejor francesa, o mejor alemana, para ver en el transcurso del contrato cuál grupo familiar patricio (o neo-patricio) se puede quedar con la mejor tajada.

Pero a los ciudadanos, en general, lo que nos desvela son problemas mucho más groseros, olorosos y triviales. ¿Quién limpia la calle? ¿Dónde pueden orinar o vomitar los borrachos? Unos proponen que todo lo haga el Estado, al estilo de Vespasiano. Que se construyan miles de vomitorios o mingitorios públicos. Otros, más prácticos, como Julio César, piensan que cada uno de nosotros debe barrer el frente de su propia casa, sin ponerse discutir sobre quién o quiénes lo hayan ensuciado.

QOSHE - Barrer la calle - Héctor Abad Faciolince
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Barrer la calle

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17.12.2023

En una calle que frecuento, la fachada de un edificio se topa contra la culata de otro, formando un ángulo agudo. Ese rincón que forman los dos edificios es el sitio ideal de los borrachos nocturnos. Como perros que marcan el territorio después de oler el caos olfativo de la ciudad, la orina de los borrachos se derrama una y otra vez sobre la meada del borracho previo. A veces, como en el viejo chiste de mi amigo Carlos Gaviria, algún vecino en desvelo le grita a un borracho desde el balcón: “¡Ey! ¡Ahí no se puede!”. Y el borracho contesta, sin siquiera mirar pa’ arriba: “Pues yo estoy pudiendo”. Al amanecer, los vecinos que madrugamos a tomarnos un tinto contemplamos impotentes las hileras de meados de los dipsómanos noctámbulos. Yo miro al cielo y agradezco a los dioses del Olimpo por haberme castigado con la bendición de haber perdido el olfato.

Pero ese no es el problema. El problema es la pelea entre las juntas de propietarios de los dos edificios. A veces los........

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