En medio de los sobresaltos de la coyuntura –parte de ellos deliberados: tratar de generar pánico moral alrededor de los actos más simples del gobierno–, no pude comentar el séptimo cumpleaños del acuerdo de paz entre las FARC-EP y el gobierno nacional.

Naturalmente, la efeméride merece ser analizada desde muchos puntos de vista. En esta columna, quiero concentrarme en las censuras que enunció el expresidente Santos a las conversaciones con las disidencias de las FARC. Escojo el tema no porque Santos me merezca gran repudio. Al contrario. Aunque lo he criticado varias veces aquí, siempre he destacado sus aportes positivos, y no sólo en lo que respecta a la paz. Pero en esto último es, por supuesto, donde sus resultados (y los de su equipo) brillan más. Al fin y al cabo, bajo su gobierno se logró un acuerdo con las FARC, después de una larga ristra de fracasos. Ese éxito sensacional le valió un premio Nobel. Que eso haga que algunos supuren veneno es más o menos inevitable, pero de hecho es bueno también para el país.

Sin embargo, sus observaciones me parecieron flojas y desmemoriadas. Y no casan con el papel que debería asumir Santos hoy: aconsejarnos sobre cómo hacer las cosas mejor, no contarnos por qué no se pueden hacer. Santos dijo que era “un error estratégico” hablar con las disidencias, que pondría al gobierno en la mirilla de la comunidad internacional. Aquí recoge el sentido común de ciertos intelectuales y técnicos interesados en estos temas, etc., lo que aumenta la importancia de considerar cuidadosamente su posición.

¿Aparte de la retórica grandiosa, qué quiere decir que hablar con las disidencias sea un “error estratégico”? Los incumplimientos masivos del acuerdo por parte del Estado comenzaron desde el primer día. Con múltiples y espectaculares entrampamientos (incluidos los de Néstor Humberto, puesto por Santos contra viento y marea). Así que inobservancias de lo pactado hubo desde el principio, de lado y lado.

Esto no es nuevo, ni sorprendente. La historia de muchísimas guerras –incluida la nuestra– está marcada por desconfianzas y engaños mutuos. ¿Y qué hace un bando si percibe que los acuerdos han sido violados? Vuelve a la guerra y, si la perspectiva de ganar o mantenerse es difícil o azarosa, intenta pactar nuevamente. De hecho, eso lo dijo el propio expresidente muy bien: “la política es dinámica”. O, en las palabras un tanto más elevadas de Pericles (citado por Tucídides): “a medida que las circunstancias cambian, las determinaciones cambian”. A propósito de Tucídides –un referente fundamental: creo que es difícil entender bien la violencia organizada si no se le ha leído con cuidado— toda su historia sobre las guerras del Peloponeso es una secuencia de conflictos, pactos, incumplimientos ambiguos (en el sentido de que ambas partes tenían motivos para considerarse defraudadas), nuevos enfrentamientos, y así sucesivamente.

Esto también lo sabe muy bien la pobre comunidad internacional, atrapada por una pavorosa crisis política y moral (producida precisamente por varias de tales conflagraciones prolongadas), que, estoy seguro, está buscando de dónde aprender y, quizás, desenlaces positivos a través de los cuales reponerse un poco.

Nuestro país, claro, no es que esté tampoco en una situación muy airosa. Tenemos más de diez mil irregulares en armas. Decenas de masacres anuales. La experiencia, nuestra y ajena, muestra que los grupos existentes podrían seguir funcionando durante décadas, sometiendo a las generaciones futuras a su respectivo baño de sangre. Tales grupos crecieron bajo sucesivos gobiernos que los trataron de diferentes maneras, pero que no pudieron limitarlos, no hablemos ya de derrotarlos. No abogo por no usar la coerción contra ellos cuando sea necesario, sino por dotar al ejecutivo de un buen margen de maniobra para que pueda enfrentar de manera flexible este problema central, e irresuelto aún, de nuestra vida pública.

El acuerdo de 2016 fue un gran paso, pero uno, en nuestro largo tránsito hacia la paz.

QOSHE - Siete años - Francisco Gutiérrez Sanín
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Siete años

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15.12.2023

En medio de los sobresaltos de la coyuntura –parte de ellos deliberados: tratar de generar pánico moral alrededor de los actos más simples del gobierno–, no pude comentar el séptimo cumpleaños del acuerdo de paz entre las FARC-EP y el gobierno nacional.

Naturalmente, la efeméride merece ser analizada desde muchos puntos de vista. En esta columna, quiero concentrarme en las censuras que enunció el expresidente Santos a las conversaciones con las disidencias de las FARC. Escojo el tema no porque Santos me merezca gran repudio. Al contrario. Aunque lo he criticado varias veces aquí, siempre he destacado sus aportes positivos, y no sólo en lo que respecta a la paz. Pero en esto último es, por supuesto, donde sus resultados (y los de su equipo) brillan más. Al fin y al cabo, bajo su gobierno se logró un acuerdo con las FARC, después de una larga ristra de fracasos. Ese éxito sensacional le valió un premio Nobel. Que eso haga que algunos supuren veneno es más o menos inevitable, pero de hecho es bueno........

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