Uno de los dichos más mentirosos del español es que “las palabras se las lleva el viento”. Por lo menos en lo que atañe a la política, no es verdad. Las palabras quedan ahí, como referentes, como identificadores. La defensa frecuente de alguien enredado en sus propias declaraciones es: “me sacaron de contexto”. Con frecuencia, sin embargo, el contexto termina enterrando el caso de quien así se defiende.

Un buen ejemplo del valor de las palabras en política es el caso de J. P. Hernández, un tipo que se la ha pasado atacando a mujeres de una manera soez y descompuesta, y que ahora quiere presentarse como víctima de ellas. Según dice, las mujeres tienen una suerte de licencia para delinquir, de la cual él es blanco. ¿Creen que eso es cierto? ¿Aceptará la opinión pública colombiana esa línea de defensa?

Un dato interesante es que este tipo es verde. Se suponía que la Alianza Verde luchaba por la “educación y por la paz”. Entiendo que incluso tienen sus escuelas de gobierno y de liderazgo. Sin embargo, las declaraciones públicas de J. P. pueden llegar a pesar mucho más que cien cursillos sobre derechos. Algo análogo se puede decir del manejo que se le dé al caso. La Alianza ha sacado un comunicado promoviendo la “unidad dentro de la diversidad”, una vez más una fórmula verbal que tiene tanto de largo como de ancho. ¿La misoginia agresiva —sumada a la autocompasión, un sentimiento más bien generalizado, pero el más accesible para la gente más envilecida— hace parte de la diversidad democrática? ¿Y si la respuesta es negativa, no se podrá tratar el caso de manera distinta a la suma de silencios, dilaciones leguleyas y fórmulas gastadas?

La importancia de las palabras fue analizada por George Orwell en su ensayo clásico llamado La política y el idioma inglés. Naturalmente, hay varias aserciones de Orwell que no se puede extrapolar a otras lenguas. Pero creo que su punto de partida y la línea general de argumentación siguen teniendo sentido para los hispanoparlantes del siglo 21. Básicamente, lo que dice Orwell es que las palabras en política sirven tanto para plantear problemas como para esconderlos. Esa doble función crea dialectos ortodoxos que van formando su propia lógica y que terminan siendo impenetrables. Orwell, como un autoproclamado “socialista democrático”, batallaba en ese momento contra las jergas fascista y soviética (da fantásticos ejemplos de lo enloquecedoras que podían ser), pero se refería a un fenómeno característico de la política moderna, desde su nacimiento. “Oh Libertad, cuántos crímenes se han cometido en tu nombre”, dijo alguna vez Madame Roland. Lo mismo se podría predicar de otros bienes sociales, como la democracia —no hay que ir muy lejos: pensemos en los horrores que ocurren día a día en la franja de Gaza—, y sí, de la diversidad.

Claro: no hay que dramatizar. Lo de J. P. Hernández no tiene esas dimensiones. Es solo un episodio en tono menor de un abusón ínfimo que, usando una triquiñuela gastada, quiere hacerse pasar por víctima. Sin embargo, cuando eso empieza a cruzarse con otras palabras relacionadas con el trámite institucional de sus actitudes, ya se vuelve más grande, más interesante y difícil. Hernández no le ha causado daño físico a nadie. Pero la misoginia institucionalizada sí. Por la sanidad mental del país, conviene no darles ventaja a estas cosas.

Aunque no comparto la malhumorada actitud de Orwell frente a la política, creo que su ensayo da unas recomendaciones magníficas frente a las grandes palabras. La primera y principal es simplificar la forma de expresarse, como “forma de liberación de las peores locuras de la ortodoxia” (cito de memoria). Abrir la caja negra de su significado. Porque las palabras cuentan vitalmente. Como lo revela una vez más la tragedia de Gaza, cuando comienzan a perder sentido, pueden estar anunciando el ocaso de una forma de ver el mundo.

QOSHE - Refranes - Francisco Gutiérrez Sanín
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Refranes

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05.04.2024

Uno de los dichos más mentirosos del español es que “las palabras se las lleva el viento”. Por lo menos en lo que atañe a la política, no es verdad. Las palabras quedan ahí, como referentes, como identificadores. La defensa frecuente de alguien enredado en sus propias declaraciones es: “me sacaron de contexto”. Con frecuencia, sin embargo, el contexto termina enterrando el caso de quien así se defiende.

Un buen ejemplo del valor de las palabras en política es el caso de J. P. Hernández, un tipo que se la ha pasado atacando a mujeres de una manera soez y descompuesta, y que ahora quiere presentarse como víctima de ellas. Según dice, las mujeres tienen una suerte de licencia para delinquir, de la cual él es blanco. ¿Creen que eso es cierto? ¿Aceptará la opinión pública colombiana esa línea de defensa?

Un dato interesante es que este tipo es verde. Se suponía que la Alianza Verde luchaba por la “educación y por la paz”. Entiendo que incluso tienen sus........

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