Guillermo Bilancio es consultor de Alta Dirección

Generalmente los políticos, candidatos y gobernantes, están sostenidos en un programa basado en una oferta de promesas, o tal vez simplemente en la épica de un relato que los lleve a la máxima conducción de un país.

Pero una pregunta recurrente que los gobernantes y políticos debiesen hacerse es: ¿Cómo quiere la gente (el pueblo, la sociedad o como quiera que se llame el colectivo social), ser gobernada?

Un gobierno fuerte y conductista, un gobierno participativo, un gobierno que pase inadvertido, son algunas de las posibles y múltiples alternativas y preferencias, aunque sólo discutamos dos formas de gobernar: Democracia o dictadura, y dentro de ellas dar rienda suelta a la ideología preferida (socialismo, capitalismo, liberalismo, y otros tantos ismos) o a un “blend” acorde a las necesidades del momento.

En los últimos años la democracia viene teniendo diferentes percepciones. Así como para algunos es la mejor manera de representar a los ciudadanos, para otros puede ser prescindible en caso de que un modelo conductista resuelva los temas críticos de una sociedad. Así encontramos sistemas democráticos, totalmente perfectibles, que sostienen a través del tiempo el espíritu de libertad, de crítica y de distribución del poder, y otros también autodenominados democráticos que son populismos de diferente color que cambian beneficios por libertad. Hay para todos los gustos.

Pero coincidamos que la democracia es, hasta hoy, la mejor manera de convivir respetando la ley. Esto deja de serlo y se transforma en una dictadura disfrazada cuando gobiernos que se dicen democráticos hacen terrorismo de estado contra sus propios ciudadanos, cercenan la libertad de expresión, proscriben a opositores, manipulan elecciones o, como en estos días difíciles, hasta invaden una embajada de un país para atrapar a un asilado político.

En definitiva, la democracia es en su esencia una manera de representar la voluntad ciudadana, más allá del intento de imponer nuevas formas de interpretarla.

Esta discusión sobre la forma de gobernar se traslada también al significado del Estado.

En los tiempos que corren, ya no solo se plantea la naturaleza, el rol o el tamaño del Estado, sino que hasta en algunos casos extremos se discute su existencia, tal como sucede con el renacimiento de los libertarios a partir del desembarco en el gobierno argentino del presidente Javier Milei, que supone un modelo anárquico y capitalista salvaje a la vez (Algo que no se corresponde con el sentido original de los libertarios del pasado), que desestima y casi desprecia el concepto de Estado “presente”, aunque definitivamente él sea el “jefe” de ese Estado. Parece una postura tan ambigua como confusa, pero es la que es. Posiblemente, como parte de un relato efectista.

Pero más allá de democracias liberales, conductistas o pseudo dictaduras, el Estado está y los gobiernos conducen al Estado en función de sus ideologías y de sus intereses.

Entonces, dejemos de lado los fuegos artificiales y convengamos que gobernar es gobernar al Estado.

El Estado puede ser presente, omnipresente, grande, pequeño, pero sin dudas, simplemente está. Y está, para hacerse cargo de su responsabilidad social, que abarca desde la defensa del territorio y sus ciudadanos, hasta la generación de bienestar en términos de las necesidades primarias de una sociedad.

El tema es que consideramos “primario”.

Seguramente la salud, la educación y la seguridad son esenciales, pero también es esencial el rol de contralor y de asegurar el funcionamiento orgánico de las relaciones entre los diferentes actores que componen la vida en sociedad.

En tal sentido debemos considerar que el Estado puede ser un facilitador de bienestar o un regulador del bienestar.

El Estado como facilitador es aquel que pone al servicio de la gente, las empresas y las organizaciones, las herramientas fundamentales para desempeñarse con libertad y con proyección para generar riqueza. Un modelo expansionista.

El Estado como regulador, es aquel que privilegia la restricción por sobre la generación de la riqueza, regulando las actividades para hacer frente a potenciales desigualdades. Es un Estado expansivo en términos de poder.

La pregunta es cuál es el mejor modelo. La respuesta, como en todo lo que sucede en la era de la física cuántica, es relativa. Dependerá de cómo quiere la sociedad ser gobernada en función de sus sensaciones y sus aspiraciones.

Pero más allá de facilitador o regulador, el Estado está y es tiene la responsabilidad social, dejando atrás el concepto que los privados puedan hacerse cargo de esas necesidades de la base de la pirámide, especialmente en estos países del sur del mundo donde la inequidad es una deuda social crónica en el mundo subdesarrollado, la que se manifiesta en una crisis sistémica y permanente, casi interminable.

Algunos detractores del Estado suponen que éste, por ineficiencia, no puede resolver las cuestiones esenciales de la base de la pirámide social, y es ahí donde aparece con fuerza la idea del ya desgastado concepto de la responsabilidad social empresarial que hace suponer a las empresas como el eje del desarrollo social.

Ahora, pensemos: ¿Frente a un Estado ausente, la empresa debe hacerse presente?

Tenemos la buena costumbre de envidiar sanamente a los países nórdicos como los más desarrollados, e inclusive los tomamos permanentemente como ejemplo.

¿Acaso en esos países, las empresas privadas se ocupan de la seguridad de la gente, de la educación y de la salud pública, de hacer caminos y puertos o de sostener una infraestructura de bienestar?

Claro que no. Es el Estado quién se ocupa de promover ese espacio.

En esos países desarrollados, las empresas desarrolladas (muchas dirigidas por el mismo Estado) cumplen un rol esencial: Promover la evolución social creando riqueza a partir del crecimiento sostenible y responsable, del desarrollo tecnológico y de la permanente preocupación por las personas. Algo así de simple.

Entonces, y para intentar despejar dudas, ¿Por qué intentar ampliar el rol y la naturaleza de la responsabilidad social empresarial?

Exactamente el 13 de septiembre de 1970, hace 50 años, Milton Friedman planteó y respondió una pregunta fundamental: ¿Cuál es el papel de las empresas en la sociedad?

Y su postura era clara: “Existe una y única responsabilidad social de las empresas: utilizar sus recursos y participar en actividades diseñadas para aumentar sus ganancias”.

Hoy, algunos pensadores ingenuos proponen que la empresa sea un factor determinante para colaborar con todo lo que el Estado ineficaz no cumple. Una utopía.

Simplemente, creo que debemos acordar que la responsabilidad social de la empresa está en cumplir con su rol y para eso sólo basta con cumplir con responsabilidades básicas:

• Cumplir con la promesa a sus consumidores.
• Promover un capitalismo expansivo a partir del crecimiento responsable.
• Invertir en el desarrollo de sus colaboradores
• Reducir las brechas obscenas en la estructura de remuneraciones.
• Invertir en investigación, en innovación y hacer de la sustentabilidad un modo de actuar y no un simple discurso de moda.
• Competir de manera legítima
• Que los negocios con el Estado se hagan de forma justa.
• Que paguen sus impuestos.

Si las empresas cumplirían con su rol, cubrirían su responsabilidad, complementaria con la del Estado que es facilitar bienestar a partir de la educación, la salud, la infraestructura y la seguridad. No le otorguemos a la empresa una función que no tiene, una función que el Estado, cualquiera sea su naturaleza y dimensión, si la tiene.

Los libertarios, los socialistas, los conservadores, los liberales, los capitalistas deben darse cuenta de que el Estado está siempre. Depende de quién lo gobierne, pero está.

Fácil de decir, difícil de hacerlo.

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El devenir del Estado

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08.04.2024

Guillermo Bilancio es consultor de Alta Dirección

Generalmente los políticos, candidatos y gobernantes, están sostenidos en un programa basado en una oferta de promesas, o tal vez simplemente en la épica de un relato que los lleve a la máxima conducción de un país.

Pero una pregunta recurrente que los gobernantes y políticos debiesen hacerse es: ¿Cómo quiere la gente (el pueblo, la sociedad o como quiera que se llame el colectivo social), ser gobernada?

Un gobierno fuerte y conductista, un gobierno participativo, un gobierno que pase inadvertido, son algunas de las posibles y múltiples alternativas y preferencias, aunque sólo discutamos dos formas de gobernar: Democracia o dictadura, y dentro de ellas dar rienda suelta a la ideología preferida (socialismo, capitalismo, liberalismo, y otros tantos ismos) o a un “blend” acorde a las necesidades del momento.

En los últimos años la democracia viene teniendo diferentes percepciones. Así como para algunos es la mejor manera de representar a los ciudadanos, para otros puede ser prescindible en caso de que un modelo conductista resuelva los temas críticos de una sociedad. Así encontramos sistemas democráticos, totalmente perfectibles, que sostienen a través del tiempo el espíritu de libertad, de crítica y de distribución del poder, y otros también autodenominados democráticos que son populismos de diferente color que cambian beneficios por libertad. Hay para todos los gustos.

Pero coincidamos que la democracia es, hasta hoy, la mejor manera de convivir respetando la ley. Esto deja de serlo y se transforma en una dictadura disfrazada cuando gobiernos que se dicen democráticos hacen terrorismo de estado contra sus propios ciudadanos, cercenan la libertad de expresión, proscriben a opositores, manipulan elecciones o, como en estos días difíciles, hasta invaden una embajada de un país para atrapar a un asilado político.

En definitiva, la democracia es en su esencia una manera de representar la........

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