Dicen algunos paisanos que la corrupción es el mal endémico de nuestra sociedad; que, metidos en un sistema que no garantiza la honestidad de quien lidera el percal, estamos condenados a sufrir del mal uso de lo público, pervertidos los intereses generales del común por espurios deberes orientados al beneficio de unos pocos. Sometidos al impero de la demagogia, que diría Aristóteles, somos incapaces de delegar nuestra soberanía en gente honrada y comprometida, segura de lo efímero de su mandato y empeñados en el cumplimiento de la ley, en lo justo de aquella y en la obligatoriedad de dedicar lo público al pueblo. Durante los largos siglos que la historia nos ha regalado, la humanidad ha intentado generar espacios donde la justicia social, la honestidad y la defensa de los derechos de todos y cada uno de los integrantes de la sociedad que sea pudieran ser tenidos en cuenta en el momento de tomar decisiones, ya fueran trascendentales o rutinarias.

En la búsqueda de ese esfuerzo compartido, las sociedades humanas han pergeñado instituciones de representación dónde pudiera residir la voluntad de una mayoría capaz de tomar esas decisiones de la forma menos lesiva para el conjunto, según la idiosincrasia política del momento. Ya en la Roma pasada los fundadores de aquella república entendieron que sólo con el acuerdo de la mayoría se podía alcanzar un progreso común o, al menos, una estabilización del presente. En un tiempo cercano, los atenienses consolidaron asambleas con todos los ciudadanos implicados en los asuntos de la polis para producir un gobierno del demos, esto es, del pueblo, desde el siglo V a.C. Los romanos, por su parte, constituyeron una cámara delegada para discutir esos asuntos que llegó a contar en su inicio, tras el fracaso de la monarquía, con tres centenares de representantes. Bien es cierto que, tanto unos como otros, no manejaban el mismo concepto de demos que hoy entendemos, siendo los segundos ciudadanos atenienses, que no ciudadanas, sin tener en cuenta a extranjeros residentes y a la masa esclava sustentadora de buena parte de aquella sociedad; los primeros, empezaron con una treintena de ancianos procedentes de las llamadas gens, es decir, familias fundadoras de la urbe, según interpretaba la monarquía primitiva de origen etrusco, allá por el siglo VIII, mucho antes de que se conformara aquella ekklesía ateniense tan renombrada como poco conocida.

En ambos casos, la lucha por el ejercicio del poder acabó por prostituir lo poco o mucho de bueno que hubiera en aquellas instituciones garantes de la voluntad de una supuesta mayoría social. Llegado el final de aquel ciclo político y social clásico, los territorios derivados del colapso romano, gobernados por élites sustentadoras de monarquías sacralizadas, tendieron a cerrar el espacio de representación a los grupos privilegiados más próximos al detentador del poder omnímodo. No obstante, la complejidad de las sociedades, a medida que se asentaban y progresaban, generaron una diversidad que implicaba de un modo evidente la ampliación del círculo escaso de asesoramiento del monarca, apareciendo aquellas arcaicas curias regias. Es probable que, en 1188, cuando Alfonso IX de León consintiera en que algún mercader bien relacionado se incorporara a la curia y participara en la toma de algunas decisiones, el concepto de liberalismo político empezara a ser una ilusión en la Europa de las monarquías explotadoras del excedente agrícola. No sabría decir si, desde aquel momento, las monarquías cristianas de la península se esforzaron por incluir representación de los grupos sociales en la toma de buena parte de las decisiones que afectaban al conjunto, naciendo de esa forma los parlamentos, que en esta tierra son llamados cortes al ser constituidos en su mayor parte por aquellas cohortes de individuos que seguían a los monarcas allá donde fueran.

Actas de las Cortes de Toledo de 1480. Biblioteca Nacional.

Sea como fuere, iniciadas a finales del siglo XII con aquella reunión leonesa de la curia regia ampliada, las cortes empezaron a ocupar un espacio para el debate político dentro del marco de un modelo social de desigualdad y corrupción sistémica debida a la defensa de los intereses de unos pocos frente a la obligación de una mayoría silenciada. Enfrentada la sociedad, por tanto, entre los defensores de los privilegios y aquellos ávidos de conseguirlos, el combate de las cortes por arrimar el ascua a unas pocas sardinas fue dibujando un corolario interminable de reuniones donde decidir quién era el rey, quién lo sucedía, qué impuestos se podían crear o cómo se debía establecer el modo de extraerlos de un común más que agotado por tanto pecho que arrostrar.

Así que, desde aquellas cortes iniciales de León hasta las convocadas por la recién proclamada reina de Castilla en Toledo hacia 1479, los castellanos, leoneses, barceloneses, aragoneses, valencianos y hasta mallorquines tomaron por costumbre eso de reunirse en cortes convocadas bien por el propio monarca, bien por el cupo establecido de ciudades o miembros de los correspondientes brazos, dejando que en la catedral, iglesia o castillo cortesano se pelearan los procuradores por saber quién debía dar la primera réplica al monarca, qué brazo sujetaba el estandarte del rey y cuáles eran las condiciones y el método en que se habría de aceptar sin rechistar lo que propusiera la mayoría privilegiada siempre cualificada. En esta tierra segoviana, por cierto, hasta ocho veces fueron convocadas cortes en la capital e, incluso, en Cuéllar, donde reunió Enrique IV a los estamentos castellanos y leoneses en 1455, nada más ser proclamado rey tras el fallecimiento de su padre. En las cortes segovianas de 1383, Juan I aceptó que no se volviera a datar documento alguno por la llamada Era Hispánica que hacía retroceder el cómputo del tiempo unos 38 años, ajustándose la notación temporal al advenimiento de otro salvador, el emperador Octavio Augusto a la provincia mientras trataba de proclamar la famosa Pax Romana.

Con todo, más allá de la lista interminable de reuniones y disputas acaecidas en las cortes, del despecho del monarca en no aceptar enmienda alguna o de verse obligado por la debilidad de su posición en el momento de ser convocadas, no creo que hubiera unas cortes más decisivas para la historia patria que aquellas ya citadas que reunió Isabel de Castilla en Toledo hacia 1479 y que no fueron cerradas hasta el año siguiente; pues no hay que olvidar que las cortes se convocan con un motivo y, cerrado este, se desconvocan, quedando una diputación encargada de mantener la actividad y vigilar el cumplimiento de lo acordado; institución esa que, en Barcelona, recibía el nombre de Generalidad.

Castillo de Cuéllar.

Entrando ya en materia, la reina Isabel convocó aquellas cortes en Toledo con varios objetivos esenciales, siendo el reconocimiento de su proyecto de monarquía por parte de los estamentos castellanos, el esencial. Esa hipótesis de corona unida que se suele reconocer como Unión Dinástica trataba de centralizar ambas monarquías en una sola con la esperanza de que la diñara más pronto que tarde el octogenario rey de Aragón, Juan II, señor padre del consorte castellano y tío lejano de la reina propietaria. Esa centralización que afectaba directamente al concepto de monarquía peninsular, no lo hacía, por el contrario, con los territorios y cualquiera que fuera el asunto gobernable desde las alturas coronadas. Para estas instancias, los leguleyos salmantinos al servicio de la reina diseñaron un sistema de concejos inspirados en aquellos que, integrados por hombres buenos y leales, gobernaban las comunidades de villa y tierra y toda ciudad que se preciara en aquella Castilla inmensa desde que se formara el primer consilium en Sepúlveda, como bien sabe el Maestro Antonio Linage Conde. Concentrada la justicia en la Real Audiencia y chancillería de Valladolid antes de que cayera Granada y pudiera descentralizarse su ejercicio con otra sede en el sur de Castilla, aquellas cortes dibujaron una estructura jurídico-administrativa y política perfectamente compatible con lo que hoy entendemos por Estado.

Ahora bien, de todo aquel proyecto político, de sus órganos integrados y el desarrollo de las competencias derivadas, así como de la burocracia inherente a todo ese galimatías jurídico, siempre he sentido un interés más que enfermizo por las medidas establecidas para vigilar la honestidad y dedicación efectiva de cuantos paisanos pudieran llegar a ostentar encargo de poder alguno. Previsores que eran aquellos procuradores, imaginaron varios instrumentos administrativos que protegieran a los administrados del abuso consciente o inconsciente de quienes ostentaban el poder temporal. El primero de aquellos procedimientos preventivos de la corrupción fue el llamado juicio de residencia o, simplemente, residencia. Consistía en la obligación que todo oficial tenía de permanecer en el lugar que había administrado una vez concluía su mandato. Desvestido de la inmunidad que otorga el poder o, mejor dicho, eliminado cualquier aforamiento que pudiera protegerlo, debía enfrentarse durante medio año a toda demanda y querella interpuesta por los paisanos a consecuencia del ejercicio del poder llevado a cabo.

Esta rendición de cuentas programada, si bien cumplía con una ajuste de cuentas hacia el mal gestor, no prevenía el juicio corrompido ni detenía la mala práctica en el gobierno. Para ello, los administrados podían denunciar directamente ante el concejo que correspondiera el mal uso del poder y su infecta corrupción. Las denuncias, como ya ocurriera en Venecia durante el siglo XIV y XV con la famosa Bocca del Leone, iniciaban una investigación secreta por parte del concejo, de modo que se pudiera erradicar la mala yerba o, mejor aún, pillar in fraganti al corrupto en el ejercicio de su corruptela. Aquellas investigaciones secretas recibían el nombre de pesquisas y generaban un profundo desasosiego en los oficiales del rey, aconsejando un empleo justo y honrado del poder delegado en sus personas o, al menos, eso pensaron que ocurriría los procuradores de las Cortes de Toledo.

El Alcázar, donde se celebraban las cortes de Segovia. FOTO: KAMARERO.

Por último, los propios oficiales principales de los concejos tomaron por costumbre el vigilar periódicamente el ejercicio del poder entregado en según qué administración, con especial atención a aquellas que reportaban pingües beneficios a la corona, esas que, sin duda, alimentaban la tentación del oficial débil y propenso a la corrupción. Estas auditorias sistemáticas de oficio eran denominadas visitas y generaban quizás más preocupación que las pesquisas e, incluso, que las residencias. Pregunten a Cristóbal Colón por las consecuencias de aquellas pesquisas y visitas, si no me creen.

Aun así, ese complejo sistema de protección ideado en aquellas cortes toledanas pronto comenzó a resquebrajarse por una causa bien sencilla: era el propio sistema corrupto el que debía medir el grado de corrupción y la penetración que aquella enfermedad demostraba en el conjunto de un sistema político global. En otras palabras, prevenir la corrupción con una sistema integrado en lo que se corrompe tiene pocos visos de llegar a buen puerto. Si bien los procuradores de aquel sistema que concentraba el poder del rey, pero descentralizaba y delegaba en particulares al servicio de la corona la gestión de los recursos del reino eran conscientes del peligro que de corrupción sistémica corrían, no fueron capaces de idear un órgano independiente capaz de vigilar el ejercicio del poder sin estar infectado por aquel mal que se intentaba erradicar.

Pasados quinientos años, los sistemas políticos, administradores de sociedades complejas, si bien han logrado acortar las distancias desiguales, no han conseguido establecer un método efectivo que ponga fin a la endémica corrupción que entorpece no ya el progreso social, sino la estabilización de los sistemas políticos. Siendo conscientes de la perentoria necesidad de frenar la corrupción de nuestros representantes, parece sorprendente que, tras medio milenio de experiencia, no hayamos caído en la cuenta de que la independencia de los órganos nacidos para prevenir la corrupción ha de ser la primera piedra que poner para detener una lacra que afecta a todo modelo o sistema político que se precie.

Quizás con otros cinco siglos de corruptos y corruptelas, pérdidas y fracasos sociales lleguemos a una conclusión que bien podían haber dejado escrita en las actas toledanas de 1480.

Tags: HISTORIA, PORTADA SECUNDARIA

QOSHE - Las Cortes de Toledo - Eduardo Juárez
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Las Cortes de Toledo

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24.03.2024

Dicen algunos paisanos que la corrupción es el mal endémico de nuestra sociedad; que, metidos en un sistema que no garantiza la honestidad de quien lidera el percal, estamos condenados a sufrir del mal uso de lo público, pervertidos los intereses generales del común por espurios deberes orientados al beneficio de unos pocos. Sometidos al impero de la demagogia, que diría Aristóteles, somos incapaces de delegar nuestra soberanía en gente honrada y comprometida, segura de lo efímero de su mandato y empeñados en el cumplimiento de la ley, en lo justo de aquella y en la obligatoriedad de dedicar lo público al pueblo. Durante los largos siglos que la historia nos ha regalado, la humanidad ha intentado generar espacios donde la justicia social, la honestidad y la defensa de los derechos de todos y cada uno de los integrantes de la sociedad que sea pudieran ser tenidos en cuenta en el momento de tomar decisiones, ya fueran trascendentales o rutinarias.

En la búsqueda de ese esfuerzo compartido, las sociedades humanas han pergeñado instituciones de representación dónde pudiera residir la voluntad de una mayoría capaz de tomar esas decisiones de la forma menos lesiva para el conjunto, según la idiosincrasia política del momento. Ya en la Roma pasada los fundadores de aquella república entendieron que sólo con el acuerdo de la mayoría se podía alcanzar un progreso común o, al menos, una estabilización del presente. En un tiempo cercano, los atenienses consolidaron asambleas con todos los ciudadanos implicados en los asuntos de la polis para producir un gobierno del demos, esto es, del pueblo, desde el siglo V a.C. Los romanos, por su parte, constituyeron una cámara delegada para discutir esos asuntos que llegó a contar en su inicio, tras el fracaso de la monarquía, con tres centenares de representantes. Bien es cierto que, tanto unos como otros, no manejaban el mismo concepto de demos que hoy entendemos, siendo los segundos ciudadanos atenienses, que no ciudadanas, sin tener en cuenta a extranjeros residentes y a la masa esclava sustentadora de buena parte de aquella sociedad; los primeros, empezaron con una treintena de ancianos procedentes de las llamadas gens, es decir, familias fundadoras de la urbe, según interpretaba la monarquía primitiva de origen etrusco, allá por el siglo VIII, mucho antes de que se conformara aquella ekklesía ateniense tan renombrada como poco conocida.

En ambos casos, la lucha por el ejercicio del poder acabó por prostituir lo poco o mucho de bueno que hubiera en aquellas instituciones garantes de la voluntad de una supuesta mayoría social. Llegado el final de aquel ciclo político y social clásico, los territorios derivados del colapso romano, gobernados por élites sustentadoras de monarquías sacralizadas, tendieron a cerrar el espacio de representación a los grupos privilegiados más próximos al detentador del poder omnímodo. No obstante, la complejidad de las sociedades, a medida que se asentaban y progresaban, generaron una diversidad que implicaba de un modo evidente la ampliación del círculo escaso de asesoramiento del monarca, apareciendo aquellas arcaicas curias regias. Es........

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