A veces nuestros maestros, esa sabiduría albergada durante eones que nos muestra los caminos hacia la montaña que toque, tratan de confundirnos para que el espíritu crítico domine cualquier otra voluntad. Embebidos en la posesión del conocimiento, solemos agarrarnos a un dato, una evidencia incuestionable, y expulsar el debate que sea. Poco nos importa que, por muy atinada que sea la duda presentada, otro pueda puntualizar la senda del discurrir: sabemos que tenemos razón y no mostramos la más mínima debilidad en una posición que entendemos merecida. Supongo que eso trataba de decirme mi querido Maestro, don Francisco Otero, hace ya casi tres lustros.

Andábamos sentados en la plaza mayor de Segovia, justo a la sombra del balcón municipal, donde yace una terraza de todos conocida. Allí, frente a la mole catedralicia que una vez construyeran los segovianos durante siglos con esfuerzo sin par para que la iglesia se arrogara la titularidad en connivencia de un régimen político deleznable; allí, digo, gastábamos el Maestro Otero y éste que suscribe unos vinos al calor del recibimiento de la hornada correspondiente de estudiantes norteamericanos. Hablando de aquello y escuchando de lo otro, llegamos a la memoria paterna que tanta penumbra tiende a convocar en la proximidad, dejando paso a una luz de comprensión con los años posteriores a la pérdida. En mi caso, confesaba yo a mi Maestro lo mucho que mi señor Padre, don Sixto Juárez Marcos, criticaba mis exabruptos dialécticos, cargándome con el apelativo de radical en resumen de mi arrogante estulticia. Francisco Otero, divertido, me decía con mucha razón que aquello no era un insulto ni una reprimenda, sino un halago, puesto que radical es aquel que llega a la raíz. Y, como en tantas otras ocasiones, tras un traguito de vino, cambió de conversación y conversador.

El caso es que, andando por el pinar y bosque de Valsaín con otro de mis Maestros, el Sr. Bellette, cayó sobre mí ese recuerdo llegando al tajo que hace el arroyo de Valdeclemente al asomar en cascada por la línea de tejos oscuros y orgullosos que amanecen en la umbría de aquel entollado donde perdió el tío Navacerrada una de sus caballerías. Alegre y un tanto congelado, el arroyuelo esquiva una piedrita aquí, un tocón acullá y un esquisto rebelde más abajo aún para saltar el camino en pos de los bajíos más cálidos y amistosos, preñados aquellos de arrastraderos empinados y bolos inmensos de granito ancestral. Metidas las manos en cualquiera que fuera el cálido regazo, íbamos desandando la vereda hacia La Granja de San Ildefonso, a veces callados como morugos petrificados por ese hálito ya invernal, quizás impelidos por el deseo encerrado en el vinito expectante en un esquinazo de la barra que custodia la Fundición Restaurante.

Sea como fuere, caí en la cuenta del recuerdo atesorado nada más ver una colección de erguidos pinatos al albur del camino mostrando sus raíces en la panza que hace el camino que conduce a Majalrompe y la fuente de la Peseta. Tiesos como la mojama de Barbate, esos pinos han crecido con las tripas al aire y, sin pudor alguno, enseñan las raíces que les dan sustento y soporte, incólumes al comentario que sea. En ese terraplén impuestos, los pinos y sus raíces miran al paseante con el más orgulloso desafío impreso en su corteza, mientras la nieve escurre desvaída por sus intestinales ramificaciones antes de sumergirse en el terruño serrano.

He de suponer que no fue aquella su intención vital; que eso de enseñar las raíces como quien enseña el refajo, las polainas o los tatuajes más inconfesables, constituye una consecuencia sobrevenida por las circunstancias que les ha tocado vivir. Enraizados cerca de la madre que los imaginó, las nueces de esos pinos cayeron entre ácidas acículas de ocre seco y verdes yerbajos de dulce crepitar. En ese lecho encaramados, pudieron crecer a pesar del vendaval húmedo que todo lo quiebra y la nieve congelada capaz de romper la rama de pino y la espalda del pimpollo. Altos y presumidos en su crecer, los jóvenes pinatos fueron alcanzando esa posición que nada cambia, que nada desvía de la fulgurante techumbre regalada por el pinar de Valsaín.

Mas, la llegada de los humanos en su búsqueda de riqueza y extorsión del medio natural, sembró aquellos lares de caminos empedrados para poder circular con la rama caída, el tronco pelado y la copa cortada. Arrasadas las pimpolladas por las ruedas infames, raspada la roca y destripado el arroyuelo, las sendas acabaron por ser caminos y, más tarde aún, carreteras que ceben las entrañas de fábricas y talleres, tiendas y repertorios industriales de poco o ningún interés natural. En ese panorama, el terruño acaba por desaparecer, dejando que las bases que todo lo han sustentado se diluyan con parsimoniosa incuria, para ofrecer un sustento deleznable y poco consistente. Es en ese perfil que la base radical asoma donde una vez hubo soporte y confianza en que nunca se habría de perder la esencia. Ofendidos por la desidia de quien no cuida el bosque, los pinos crecen con las tripas al aire, sabedores de que ese será su último acto de protesta, condenando su entera grandeza a la fuerza del próximo tifón, de la congeladora nevada, del tremor insostenible de un maquinismo aterrador.

Esos viejos pinos de raíces expuestas al margen del camino, en la ribera del arroyo, sobre la cacera del pinatar, terminarán feneciendo con el orgullo irredento de aquel que sabe de la raíz a la copa un destino atemporal: sólo el cambio de posición hacia un mantillo más favorable dará continuidad a un bosque habitable. No creo, sinceramente, que aquello sea posible. Los pinos no se mueven del lugar donde una vez cayera la semilla que los parió. Estúpidos en su inmovilismo, serán capaces de, enseñando las raíces, acabar en leñera de paisano, melena de campana, mesa de carpintero o puerta general; pero, como bien sabía entonces mi Maestro, nada lograrán cambiar. Ir a la raíz nos da vida, pero es la copa que se pierde en la luz de la mañana lo que aporta esa esperanza por la que vivir. Y esa, queridos lectores, siempre está en movimiento.

QOSHE - Enseñando las raíces - Eduardo Juárez
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Enseñando las raíces

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10.12.2023

A veces nuestros maestros, esa sabiduría albergada durante eones que nos muestra los caminos hacia la montaña que toque, tratan de confundirnos para que el espíritu crítico domine cualquier otra voluntad. Embebidos en la posesión del conocimiento, solemos agarrarnos a un dato, una evidencia incuestionable, y expulsar el debate que sea. Poco nos importa que, por muy atinada que sea la duda presentada, otro pueda puntualizar la senda del discurrir: sabemos que tenemos razón y no mostramos la más mínima debilidad en una posición que entendemos merecida. Supongo que eso trataba de decirme mi querido Maestro, don Francisco Otero, hace ya casi tres lustros.

Andábamos sentados en la plaza mayor de Segovia, justo a la sombra del balcón municipal, donde yace una terraza de todos conocida. Allí, frente a la mole catedralicia que una vez construyeran los segovianos durante siglos con esfuerzo sin par para que la iglesia se arrogara la titularidad en connivencia de un régimen político deleznable; allí, digo, gastábamos el Maestro Otero y éste que suscribe unos vinos al calor del recibimiento de la hornada correspondiente de estudiantes norteamericanos. Hablando de aquello y escuchando de lo otro, llegamos a la memoria paterna que tanta penumbra tiende a convocar en la proximidad, dejando paso a una luz de comprensión con los años posteriores a la pérdida. En mi caso, confesaba yo a mi Maestro lo mucho que mi señor Padre, don Sixto Juárez Marcos, criticaba mis exabruptos dialécticos, cargándome con el apelativo de........

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