Dice mi querida amiga, Araceli Fernández, que la vida andada ha venido revirada y un tanto proterva. Acostumbrados a tener siempre un final feliz rodeados de dificultades inherentes, Araceli se disgusta pensando en que aquello no sea más que otro artificio del acaso contra el que nada se podrá hacer. Las circunstancias que nos definen, bien lo sabía José Ortega y Gasset, suelen mostrar un sendero complejo metido entre raigones descarnados, cárcavas secas y escorrentías irredentas pergeñadas en un bosque que poco o nada de interés ha de tener en los que por sus claroscuros transitamos.

Sorprendentemente, Araceli no parece sufrir mella alguna en su triste y determinado optimismo. Sonrisa en ristre y lengua nunca mendaz, mi amiga afronta el mañana con la certeza de que el hoy ya llegado es inamovible, siendo el postrer acaso lo que nos habrá de dar una oportunidad, por muy nimia que ésta esa. Vamos, que Araceli soporta lo que le echen, con tal de que haya un beneficio que recoger. Así ha logrado llegar hasta este percal, sobreviviendo a lo que le toque, sin perder un ápice de esa actitud que todos le envidiamos.

Puede que haber crecido en el toledano pueblecillo de Santa Cruz del Retamar haya tenido mucho que ver con su actitud. Este que suscribe, metido toda su infancia entre los meandros altos del Eresma y el murallón insostenible del Guadarrama, entiende de que va todo esto. Suspirando por un mísera oportunidad de sacudirse el polvo del camino, el serrín del serón roñoso y ese sabor que deja el caño rancio en el agua joven, hemos ido comprendiendo el significado que cada paso dado encierra; el sonido de un suspiro entre las hojas que va soltando el fresno y la cadencia de la lluvia repiqueteando sobre un ajado y podrido tejado. Siempre atentos a lo que fuera, los chiquillos de aquel ayer mil veces recreado y nada comprendido una vez se ha perdido, aún andamos atentos a todo lo que nos rodea.

Puede que aquel viejo disco de Manolo Escobar tuviera algo que ver con ello.

En efecto, en Santa Cruz de Retamar, dada la dispersión de su población debido al esfuerzo agrícola, resultaba complejo reunir al paisanaje en la casa consistorial. Dividido el quorum entre los núcleos de Santa Cruz, Calalberche y Cruz Verde, era complicado reclamar a la vecindad, razón por la que metían en los altavoces del ayuntamiento un vinilo ajado del pobre Manolo Escobar, transmutado en una suerte de pregonero almuédano obstinado en traer a aquella prole al grito del celebérrimo Que Viva a España. Vociferando las virtudes de un país imaginado, el genio de la espeluznante sonrisa imperecedera ayuntaba a los churriegos a la carrera, no fuera a decirles aquel concejo lo poco que les gustaba que fueran a los toros con la minifalda, les preguntaran por un carro perdido o, en definitiva, concluyeran al unísono que porrompompero y peró. Claro que, según me confirma mi querida amiga, de tanta reunión al son patrio, el condenado vinilo terminó por arruinar su cara nacional, que diría algún nefando y casposo nostálgico del horror, para dar paso al lado oscuro donde se escondían los negros tirabuzones de aquella mujer pintada por el olvidado Julio Romero de Torres.

El caso es que, la mañana de la pasada nochebuena, llegando hasta el café que nos ofrecía Eusebio Martín Merino en el bar Las Palomas de Valsaín, me asaltó el recuerdo de Araceli al escuchar el atronar que tienen los villancicos cantados por el ya perdido Manolo Escobar. Y, entre tamborilero rumbero y pastorcillo fandanguero, apareció una cuadrilla de vecinos del Real Sitio Primitivo capitaneados por Rufino, hermano de Eusebio, enaltecidos por el frío que da la ociosidad temprana y el calor del anís metido a capón entre café y coñac. Escuchar el “ratantán” y “arriquitán” del maestro almeriense en alabanza a vayan-ustedes-a-saber-quién y arrancarse Rufino con su tropa entre bulerías de quejido serrano y alguna soleá perdida más allá de los pinos muertos en la umbría de los corrales del Tío Poncias. Enmudecidos por aquella barahúnda improvisada y festiva, hubimos de dejar la charla para admirar anonadados y absortos por aquel recital de berridos navideños impostados.

Puede que fuera en ese momento de sencilla celebración de la nada inteligible que caí en la cuenta de lo extraordinario que era aquello tan ordinario en ese pasado perdido y lo poco frecuente que es ya todo ese guirigay tan popular como espontáneo. Acostumbrados a un presente donde todo parece medido o ya visto; donde el mañana es una repetición metódica del ayer y casi nada nos sorprende, puesto que la sorpresa ha sido puesta en entredicho por esquiva y molesta, por casquivana y retadora; por todo ello y mucho más que me callo, la tristeza de vida y la sosería pejiguera nos han abocado al rechazo hacia todo aquello que tiende a ser sin ser. Que te llame Manolo Escobar al pleno municipal o al inicio de las fiestas; que todo el personal tenga que vocear en el bar la conversación entre los berridos del viejo y aflamencado flequillo de las Norias de Daza para dar paso a un concierto infame de yayos alumbrados la mañana de un día familiar; que la felicidad debida a lo improvisado y la hermosa naturalidad que subyace en eso que pensamos en hacer y nunca hacemos debiera, creo yo, almacenarse en esos espacios vacíos que la repetición del tostón que nos atormenta va dejando en nuestro triste sobrevivir.

Puede que ese viejo disco rayado de Manolo Escobar, puesto una y otra vez en la niñez de mi amiga sea lo que inspira ese optimismo enfermizo que dibuja una constante hermosísima sonrisa en su mirar. Puede que los bramidos de Rufino y sus comparsas en una mañana inverniza de un diciembre cualquiera hayan despertado en este humilde Cronista cierta añoranza por un pasado ya perdido y nada recordado. Puede que, queridos lectores, una y otra memoria les ha de servir para que eso cotidiano sea apartado del vivir triste y contumaz para ser ocupado por un extravagante mañana de insensata diversión ajena a todo eso impuesto por la molicie que siempre anda detrás de nuestras locas esperanzas.

QOSHE - El disco de Manolo Escobar - Eduardo Juárez
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El disco de Manolo Escobar

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31.12.2023

Dice mi querida amiga, Araceli Fernández, que la vida andada ha venido revirada y un tanto proterva. Acostumbrados a tener siempre un final feliz rodeados de dificultades inherentes, Araceli se disgusta pensando en que aquello no sea más que otro artificio del acaso contra el que nada se podrá hacer. Las circunstancias que nos definen, bien lo sabía José Ortega y Gasset, suelen mostrar un sendero complejo metido entre raigones descarnados, cárcavas secas y escorrentías irredentas pergeñadas en un bosque que poco o nada de interés ha de tener en los que por sus claroscuros transitamos.

Sorprendentemente, Araceli no parece sufrir mella alguna en su triste y determinado optimismo. Sonrisa en ristre y lengua nunca mendaz, mi amiga afronta el mañana con la certeza de que el hoy ya llegado es inamovible, siendo el postrer acaso lo que nos habrá de dar una oportunidad, por muy nimia que ésta esa. Vamos, que Araceli soporta lo que le echen, con tal de que haya un beneficio que recoger. Así ha logrado llegar hasta este percal, sobreviviendo a lo que le toque, sin perder un ápice de esa actitud que todos le envidiamos.

Puede que haber crecido en el toledano pueblecillo de Santa Cruz del Retamar haya tenido mucho que ver con su actitud. Este que suscribe, metido toda su infancia entre los meandros altos del Eresma y el murallón insostenible del Guadarrama, entiende de que va todo esto. Suspirando por un mísera oportunidad de sacudirse el polvo del camino, el serrín del serón roñoso y ese sabor que deja........

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