Mafra está al norte de Lisboa. Entramos por la tarde. Veníamos de comer desde Sintra, donde hay un castillo con enormes chimeneas y decorado con azulejos azules. En las paredes, retratos de unos Braganza orondos, como de Botero, que parecen rendir un homenaje permanente al bacalao. Después, en la montaña, una fortaleza del tiempo de los árabes y un palacio de locura ecléctica que parece salido de la enajenación de Luis II de Baviera, pero que representa a una época de romanticismo enloquecido donde todo lo que se evoca es un mundo que hubiéramos deseado vivir.

Llegamos a Mafra sin saber muy bien a dónde íbamos. Ya estaba avanzada la tarde y no esperábamos que ocurriera nada extraordinario. Era un pueblo como los demás, llano y con casas rasas alejado del mar. De pronto creímos escuchar una música que no sabíamos de dónde venía. Su volumen aumentaba hasta que desembocamos en una gran plaza delante de un edificio imponente. Era como un inmenso Escorial, con cúpulas en forma de medias cebollas en sus extremos, y dos torres en el centro llenas de campanas que estaban interpretando a Juan Sebastián Bach en su carrillón perfecto.

¡Esto hay que verlo! Dijimos. Una sorpresa como esta no se puede dejar pasar. En su interior había una iglesia barroca y salones interminables con bóvedas rebajadas, como un Versalles metido en medio del campo, pero sin turistas. Nos pareció algo abandonado y eso acrecentaba su imagen romántica. Hacía años que Portugal había pasado por su revolución de claveles, cuando Zeca Afonso cantaba Grándola vila morena y se colocaban flores en las bocas de los fusiles. Pasaron 20 años y aquello se convirtió en la transformación de una esperanza, incluso en el contagio ilusionante que nos había provocado a los españoles. Ahora había allí cuarteles y colegios, y una especie de museo que recordaba la gloria de un país que conquistó el mundo dominando el mar. Todo muy viejo y destartalado, pero con esa pátina de misterio que deja la historia sobre las cosas. No sé por qué pensé en don Enrique el Navegante, cuando traslada su corte al Algarbe y, en su palacio de Lagos, contempla el mundo al que puede llegar con sus barcos.

En fin, me dije, Portugal es como nosotros. También estuvieron aquí los romanos y los árabes, y las mujeres lloran sus amores perdidos con fados que cuentan las mismas historias que nuestras coplas. Lisboa es lisa y buena, y es el lugar donde termina la corriente de las aguas que vienen de España. A un lado Cascáis y Estoril y al otro Setúbal, y el rey Manuel vistiendo de amarillo ocre a la arquitectura. Lo de Mafra es diferente. Un monasterio dormido en un lugar que nadie se espera. Yo creo que por eso canta ese carrillón para decir: estamos aquí, no nos hemos ido del todo. Me gusta Portugal, esa prominencia narizuda que le sale a la península por el oeste. Me siento igual que en casa, pero con más dulces a los postres. En las caballerizas del palacio de Queluz sirven unos maravillosos. Se llama Cozinha Velha y es también la reconversión del pasado en una especie de fisión semántica.

Pero yo estaba hablando de Mafra y de un carrillón que me atraía como una flauta sonando en Hamelin. Tener recuerdos no es solo un asunto de memoria. Es algo que nos hace estar unidos a las cosas que nos acompañarán de por vida. La tarde ya estaba cayendo y nos acercamos a Ericeira. Suena a un lugar poblado de erizos y poco apacible, pero es un pueblecito pesquero encantador. Por allí embarcó la familia real rumbo a Brasil y todavía se siente el murmullo de un adiós en el embarcadero. El sol parecía una moneda sobre el horizonte. En una pequeña plaza se veía un árbol muy frondoso y la tarde se despedía con el aleteo de cientos de pajarillos que se refugiaron en sus ramas para pasar la noche. Luego oscureció y regresamos a Lisboa. Nunca nos vamos a olvidar de estas cosas y si lo hacemos es que la vida ha perdido todo su sentido para nosotros.

QOSHE - Mafra - Julio Fajardo Sánchez
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Mafra

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25.02.2024

Mafra está al norte de Lisboa. Entramos por la tarde. Veníamos de comer desde Sintra, donde hay un castillo con enormes chimeneas y decorado con azulejos azules. En las paredes, retratos de unos Braganza orondos, como de Botero, que parecen rendir un homenaje permanente al bacalao. Después, en la montaña, una fortaleza del tiempo de los árabes y un palacio de locura ecléctica que parece salido de la enajenación de Luis II de Baviera, pero que representa a una época de romanticismo enloquecido donde todo lo que se evoca es un mundo que hubiéramos deseado vivir.

Llegamos a Mafra sin saber muy bien a dónde íbamos. Ya estaba avanzada la tarde y no esperábamos que ocurriera nada extraordinario. Era un pueblo como los demás, llano y con casas rasas alejado del mar. De pronto creímos escuchar una música que no sabíamos de dónde venía. Su volumen aumentaba hasta que desembocamos en una gran plaza delante de un edificio imponente. Era como un inmenso Escorial, con cúpulas........

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