El proceso electoral en Estados Unidos avanza a pasos agigantados durante los tres primeros meses del año en curso, como resultado de la campaña, presidencial, iniciada antes de lo acostumbrado. Ello confirmaría una pauta que veía observándose desde hace aproximadamente dos décadas: los procesos de ese tipo, comienza, de hecho -formalidades aparte-, cada vez más temprano en ese país. Es frecuente escuchar o leer que, en realidad, desde el momento mismo en que un presidente electo inicia su período de gobierno, da los primeros pasos en función de su reelección, pensando más en la imagen que proyecta de cara a la propaganda con vistas a su postulación para la siguiente campaña presidencial, cuatro años después. Hay algo de cierto en eso.

Hasta cierto punto, se trata de una especie de paradoja, toda vez que tal anticipación factual expresa un alto interés de los círculos políticos -involucrados desde el gobierno y el partido en él representado o desde el que se halle en la oposición-, en la organización del proceso, atrayendo la atención nacional e incluso, la internacional. El hecho contrasta con la tendencia a un abstencionismo acentuado, palpable en los bajos niveles de votación, que como regla no ha abandonado la escena, lo cual habla de desinterés y hasta apatía ciudadana. La excepción, sin embargo, fue el llamativo ascenso en la asistencia popular a las urnas el día de los comicios en 2020. Fue entendible, dado el alto nivel de confrontación entre los rivales, y dada la posibilidad real de la reelección de Donald Trump. Aún se mantiene en la memoria el estremecimiento causado por el asalto al Capitolio, como expresión cimera del trastorno que vivía la sociedad norteamericana. El sistema político reflejaba como nunca antes una disfuncionalidad que ponía en entredicho el lugar tradicional de la sacrosanta democracia en ese país, cuyos pilares parecían en bancarrota. La crisis de legitimidad que ganó cuerpo entonces no ha sido, ni será, resuelta dentro de los marcos de la institucionalidad vigente. Se despliega en las bases mismas del sistema, que ha seguido resquebrajándose. Joseph Biden no logra, andando ya el último año de su primer o único mandato, consolidar una imagen de fuerza presidencial, en tanto Trump exhibe una pujanza desbordada que despierta creciente simpatía.

En esta etapa de la complicada secuencia de los comicios en Estados Unidos, se llevan a cabo regularmente, durante los primeros meses del año, siguiendo un calendario ancestral, las elecciones primarias en determinados estados y regiones del país, donde se reafirman las preferencias de la población hacia una u otra figura, lo cual recibe atenta cobertura por los medios de prensa. Pero, esta vez ha sucedido algo inusual. Realizados los eventos iniciales y simbólicos de la temporada eleccionaria -el caucus o asamblea de votantes en Iowa, las primarias en New Hampshire, y la gran jornada electoral conocida como Supermartes, en la que votaron 15 estados, fijados por una vieja tradición, donde los competidores tienen la oportunidad de demostrar su capacidad para captar apoyo y marcar el rumbo de las futuras elecciones presidenciales-, han quedado prácticamente definidos los candidatos de los dos partidos que se enfrentan.

Habitualmente, la incertidumbre suele prevalecer hasta mediados del año, cuando en los meses de verano, entre julio, agosto y a más tardar, en septiembre, es que se realizan la Convenciones Nacionales de ambos, como cónclaves decisivos en los que se aprueba formalmente la nominación de los candidatos -hasta entonces, pre candidatos-, que se enfrentarán en los comicios que tienen lugar en noviembre.

Como se lee en la gran mayoría de los análisis, arrasaron como precandidatos de ambos partidos en los citados eventos, lo cual era esperado, en el sentido de que superaron con creces a los rivales, descartando del juego a casi todos los contendientes. El presidente se impuso en el Partido Demócrata y el exmandatario encabezó los resultados en el Partido Republicano, con la excepción del estado de Vermont, donde su competidora, Nikki Haley, obtuvo una victoria. Y aunque cuantitativamente ni Biden ni Trump alcanzan aún el total de delegados necesarios para hacerse con la nominación partidista correspondiente, el resultado es bastante elocuente.

En pocas palabras, podría afirmarse que, en esta ocasión, ya está resuelta la incógnita que, en coyunturas precedentes, ha mantenido la expectativa y la tensión en las audiencias hasta las referidas convenciones. Trump y Biden aparecen --tras las decantaciones de otros rivales y de las objeciones con las que tropezaban, en cada caso--, como las opciones viables, a pesar de los cuestionamientos de que cada uno era objeto. Ha sido así, a pesar de que, de un lado, existía el desencanto que generaba la avanzada edad de Biden y la insatisfacción en la opinión pública ante su desempeño presidencia, tildado de débil y ambiguo; y de otro, se evidenciaban los límites legales que podría encontrar Trump, a causa de los derroteros judiciales en que está inmerso y del temor que en muchos inspirara su impredecible conducta. Si bien el proceso debe transcurrir aún por caminos formales, en los meses venideros, la imagen está dibujada hoy con trazos bastante firmes. Pareciera, a reserva de que pudiese ocurrir algún desenlace sorprendente, inusitado, que se repetirá el contrapunto de 2020, si bien en condiciones distintas, entre ambos personajes.

Tómese lo planteado solo como una apreciación analítica, que pondera la situación en su contexto y la coloca en perspectiva, no como un pronóstico. El autor de estas notas estima que aún es muy temprano para emitir juicios conclusivos sobre los posibles resultados, y prefiere evitar la tentación de profundizar en el examen sobre las especificidades de los desarrollos que tengan lugar a nivel estadual, los datos que divulguen las encuestas de opinión y los reflejos del debate en los medios de prensa, que con frecuencia convierten las elecciones norteamericanas en verdaderos espectáculos o shows mediáticos. A menudo, tales ejercicios analíticos, más que aportar herramientas para un análisis objetivo, propician visiones superficiales y hasta engañosas. En un artículo anterior, titulado “Estados Unidos: entre crisis y elecciones”, publicado en Cubasí a inicios del pasado mes de febrero, se explicaba de modo general la complejidad y el funcionamiento de los procesos electorales en ese país, aunque no se hacía referencia al proceso actual. Su lectura (o relectura) podría complementar o clarificar lo que ahora se argumenta.

Quizás sea más útil contextualizar el entorno en que tienen lugar los comicios de 2024 -en lugar de vaticinar sus resultados-, reteniendo los antecedentes más inmediatos y dibujando las tendencias de fondo que se visualizan con más claridad, las cuales dejan ver que la citada crisis de legitimidad, cuya visibilidad superlativa se registró en 2020, conforma hoy una articulación política e ideológica, en un fértil terreno cultural, que profundiza, ensancha, la brecha del sistema. En este sentido, conviene retroceder el análisis, con brevedad, dos decenios atrás.

En el cruce de caminos que entrelaza la terminación del siglo XX y el comienzo del actual, Estados Unidos era escenario de acontecimientos decisivos para su historia contemporánea, al desatarse procesos de honda significación para su desarrollo durante el tiempo transcurrido desde entonces. Ello condicionó el dinamismo norteamericano en todos los planos hasta la década actual, la de 2020, propiciando una recurrente crisis múltiple, con implicaciones para los años que restan de esta, e incluso, más allá.

Por un lado, tuvo lugar un singular proceso de elecciones presidenciales, marcado por tal irregularidad, prolongación y fraudulencia, que sería la Corte Suprema -ante la dificultad para determinar cuál de los candidatos había sido el vencedor en la contienda electoral de 2000- la que designaría al republicano George W. Bush como nuevo presidente, acudiendo a un recurso legal con pocos precedentes en esa nación. Quedaba atrás la doble Administración demócrata de William Clinton, con sus luces y sus sombras, sin articular un proyecto que realmente renovara la tradición política liberal y descartara de la escena interna el influyente legado conservador, aportado por la repetida presidencia de Ronald Reagan y la única de George H. Bush. Por otro, los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 estremecerían la sociedad estadounidense, propiciando transformaciones en el sistema político y promoviendo una cultura del miedo que impregnó con persistencia la sociedad civil y se reflejó sostenidamente en la opinión pública.

Así, se afincó un clima que recordaba los tiempos del macartismo -la espiral represiva de los años de 1950-, y se produjo un giro en la imagen de cuestionamiento, de presidente sin mandato, que acompañaba a W. Bush desde su establecimiento en la Casa Blanca en enero de ese año, al recibir el respaldo, apenas ocho meses después, que le aportaría liderazgo a partir de su frase “o estáis con nosotros o estáis con los terroristas" y del despegue de la Guerra Global contra el Terrorismo. La pandemia de la COVID-19 agregó complejidad al entorno, catalizando una conmoción económica ya prefigurada, fomentando la inseguridad ciudadana y un amplio contexto de crisis sanitaria, que dejaba ver la incapacidad del sistema para articular políticas públicas efectivas.

En el trayecto recorrido en lo que va de siglo XXI se acumulan en dicho país los resultados de seis contiendas presidenciales (incluida la de 2000, que en sentido estricto fue la última de la centuria precedente, pero cuyo desenlace se produjo, como se sabe, en 2001), acompañadas de las correspondientes elecciones de medio término. Y antes de que concluya el decenio en curso, tendrán lugar otros dos comicios generales, en 2024 y 2028. Desde el punto de vista político e ideológico, se han puesto de manifiesto tendencias contradictorias que se superponen y excluyen mutuamente, con expresiones recientes. Transcurridos ya tres años desde el asalto al Capitolio, se corroboran tanto la división y la lejanía del consenso como la perturbadora secuela simbólica para la legitimidad del sistema democrático que pervive en la psicología nacional y la cultura política norteamericana. Tal situación se inserta en un marco más amplio de procesos político-jurídicos institucionales y económicos internos, junto a otros inherentes a la proyección exterior de Estados Unidos, que forman parte de un cambiante y cambiado entramado multidimensional.

Con ello, la dinámica partidista e ideológica adquiriría dimensiones adicionales, toda vez que la contraposición a favor y en contra de Joseph Biden, como nuevo gobernante, dejaba ver intensas actitudes progresistas y reaccionarias, que reavivaban el conflicto, a menudo latente, cuando no manifiesto, derivado del extremismo político de derecha radical, y del rechazo que ello provocaba. Se ponía así de manifiesto un clima de ascendente violencia, racismo, nativismo y xenofobia, poniéndose en entredicho de nuevo, como en la década de 1980, el mito de Estados Unidos como paradigma de la tradición política liberal, ante el ascenso de la espiral conservadora. El proceso electoral de 2016 mostraría la profundidad de una conmoción inacabada, que proyectaba la silueta de una sociedad cambiante, a partir de otros hechos inusitados, como la aparición de una mujer, Hillary Clinton, y un magnate del mundo del espectáculo, Donald Trump, entre los aspirantes a la presidencia. Tales contradicciones se registran, desde entonces, cual patrón extendido, entre los partidos y en su interior, con visibilidad notoria en las coyunturas electorales referidas y más allá de ellas.

Bastaría con recordar los diferendos entre los candidatos que, hasta última hora, en cada coyuntura electoral, protagonizaban la contienda: Bush/Gore,en 2000; Obama/McCain, en 2008; Obama/Romney, en 2012; Trump/Clinton, en 2016; Biden/Trump, en 2020. Las rivalidades entre los candidatos demócratas y republicanos durante las campañas presidenciales y durante el proceso previo, entre los precandidatos en la competencia por obtener la nominación en las convenciones nacionales respectivas, son claros ejemplos de contradicciones partidistas, como también lo son los contrapunteos entre las corrientes que coexisten al interior de los partidos, distinguiéndose un abanico de posiciones: desde las más progresistas, pasando por las moderadas y centristas, hasta las más reaccionarias. En ese marco, se han registrado con recurrencia enfoques, tanto liberales como conservadores, tradicionales y novedosos, que, en rigor, no son antagónicos, sino que difieren en los temas o agendas que priorizan y en los modos para lograr los objetivos, de establecerse en el gobierno. No se pierda de vista que son partidos con un fondo clasista similar, el de la clase dominante, que difieren más en la forma que en los contenidos; más en los medios que en los fines.

El primer decenio del siglo XXI estuvo cargado de un simbolismo para la sociedad civil y la cultura estadounidense que se trasladó, con matices específicos, a los dos siguientes. El cuestionamiento a la funcionalidad del sistema político a partir de las dificultades para decidir quién ocuparía la presidencia desde el inusual proceso electoral de 2000 anticipaba la crisis de legitimidad que de forma contundente llevarían consigo el de 2020 y el asalto al Capitolio, en 2021. En la medida en que transcurre ese período de dos décadas, se advierte un arco de crisis en el que sobresale, como dimensión fundamental, la de legitimidad. Su desenlace no puede concebirse a través de una narrativa concluyente, aunque una crisis política atraviese, como una constante, a la sociedad civil y la cultura. De ahí que se trate de una crisis de legitimidad del sistema.

El análisis del proceso que se despliega a lo largo de las presidencias nombradas, de W. Bush a Biden, o sea, desde 2000 hasta 2024, sugiere que han tenido lugar cambios en esa sociedad que tienden a perpetuar el giro a la derecha de la cultura política que se inició en los años de 1980, con el doble gobierno republicano de Ronald Reagan, con la llamada Revolución Conservadora, y que luego de una cierta contracción, bajo el repetido mandato demócrata de William Clinton, se consolida a partir de 2001, bajo la primera Administración de W. Bush.

No estaría de más recordar que las elecciones de 2016 evidenciaron que la participación popular fue extraordinariamente baja, alcanzando el abstencionismo un altísimo nivel, contrastando ello con todo lo contrario en 2020, al registrarse la más alta participación en esa votación durante casi un siglo. Ese dato no aporta una medición definitiva para la caracterización de la atmósfera subjetiva en la que se establece el gobierno, pero es un indicio visible del grado en que la rutina y la desmotivación, conforman el imaginario social en Estados Unidos, ante un proceso tan relevante como el de decidir quién va a gobernar la nación. En ese sentido, la Administración Trump nace, se desarrolla y sucumbe sin un consenso amplio en términos ideológicos, aunque contando con el consistente aval de la diversidad clasista de la base electoral que le respaldó con su voto --integrada por sectores de trabajadores, de clase media, de los círculos corporativos en esferas como la construcción, los bienes raíces, la energía, el complejo militar-industrial y las altas finanzas--, cuya lealtad no fue absoluta, pero sí suficientemente funcional al “trumpismo”, que aún goza de buena salud.

Hace ya más de veinte años, desde las elecciones de 2000, en la sociedad estadounidense tienen lugar reajustes, palpable cuando se contrastan las expresiones de respaldo de que gozó W. Bush, a partir de los atentados terroristas de 2001, cuando la opinión pública se pronunciaba a favor de un presidente fuerte, decidido, y las manifestaciones de cansancio o rechazo generalizado ante su desgastada gestión gubernamental de extrema derecha, que demandaban un cambio, lo cual capitalizó Obama, mediante la consigna ¡Change! (¡Cambio!), desde las elecciones primarias hasta su triunfo en los comicios de 2008 y su reelección en 2012. Sin embargo, al concluir este su segundo mandato, de nuevo se apreciaba, en 2016, la división al interior de las filas demócratas, al ganar presencia la propuesta reformista y renovadora de un precandidato novedoso, Bernie Sanders, con arraigo popular, si bien sería frustrada su opción electoral, frente a la agenda protagónica dentro de ese partido, simbolizada por una figura política tradicional, como Hillary Clinton, quien obtendría la nominación en la Convención Nacional Demócrata, siendo derrotada por Trump en las urnas.

Entonces, la brecha de legitimidad política --con su expresión más acabada en el desacato que ante la legalidad manifestó el presidente que terminaba su mandato, negado a aceptar los resultados del Colegio Electoral, argumentando acciones de fraude e incitando a la violencia conducente al asalto al Capitolio, proponiendo la creación de un tercer partido--, constituyó apenas el síntoma de un resquebrajamiento del sistema político, que le estremecería en su conjunto, agrietando sus tres subsistemas: el de gobierno, el partidista y el electoral. Hoy, el clima norteamericano interno muestra un grado de tensiones y conflictos que permite pensar, siquiera como hipótesis, en la posibilidad de que la brecha, sean cuales fueran los resultados de la próxima elección presidencial, se haga más profunda.

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La brecha: Estados Unidos y la crisis de legitimidad en el contexto...

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01.04.2024

El proceso electoral en Estados Unidos avanza a pasos agigantados durante los tres primeros meses del año en curso, como resultado de la campaña, presidencial, iniciada antes de lo acostumbrado. Ello confirmaría una pauta que veía observándose desde hace aproximadamente dos décadas: los procesos de ese tipo, comienza, de hecho -formalidades aparte-, cada vez más temprano en ese país. Es frecuente escuchar o leer que, en realidad, desde el momento mismo en que un presidente electo inicia su período de gobierno, da los primeros pasos en función de su reelección, pensando más en la imagen que proyecta de cara a la propaganda con vistas a su postulación para la siguiente campaña presidencial, cuatro años después. Hay algo de cierto en eso.

Hasta cierto punto, se trata de una especie de paradoja, toda vez que tal anticipación factual expresa un alto interés de los círculos políticos -involucrados desde el gobierno y el partido en él representado o desde el que se halle en la oposición-, en la organización del proceso, atrayendo la atención nacional e incluso, la internacional. El hecho contrasta con la tendencia a un abstencionismo acentuado, palpable en los bajos niveles de votación, que como regla no ha abandonado la escena, lo cual habla de desinterés y hasta apatía ciudadana. La excepción, sin embargo, fue el llamativo ascenso en la asistencia popular a las urnas el día de los comicios en 2020. Fue entendible, dado el alto nivel de confrontación entre los rivales, y dada la posibilidad real de la reelección de Donald Trump. Aún se mantiene en la memoria el estremecimiento causado por el asalto al Capitolio, como expresión cimera del trastorno que vivía la sociedad norteamericana. El sistema político reflejaba como nunca antes una disfuncionalidad que ponía en entredicho el lugar tradicional de la sacrosanta democracia en ese país, cuyos pilares parecían en bancarrota. La crisis de legitimidad que ganó cuerpo entonces no ha sido, ni será, resuelta dentro de los marcos de la institucionalidad vigente. Se despliega en las bases mismas del sistema, que ha seguido resquebrajándose. Joseph Biden no logra, andando ya el último año de su primer o único mandato, consolidar una imagen de fuerza presidencial, en tanto Trump exhibe una pujanza desbordada que despierta creciente simpatía.

En esta etapa de la complicada secuencia de los comicios en Estados Unidos, se llevan a cabo regularmente, durante los primeros meses del año, siguiendo un calendario ancestral, las elecciones primarias en determinados estados y regiones del país, donde se reafirman las preferencias de la población hacia una u otra figura, lo cual recibe atenta cobertura por los medios de prensa. Pero, esta vez ha sucedido algo inusual. Realizados los eventos iniciales y simbólicos de la temporada eleccionaria -el caucus o asamblea de votantes en Iowa, las primarias en New Hampshire, y la gran jornada electoral conocida como Supermartes, en la que votaron 15 estados, fijados por una vieja tradición, donde los competidores tienen la oportunidad de demostrar su capacidad para captar apoyo y marcar el rumbo de las futuras elecciones presidenciales-, han quedado prácticamente definidos los candidatos de los dos partidos que se enfrentan.

Habitualmente, la incertidumbre suele prevalecer hasta mediados del año, cuando en los meses de verano, entre julio, agosto y a más tardar, en septiembre, es que se realizan la Convenciones Nacionales de ambos, como cónclaves decisivos en los que se aprueba formalmente la nominación de los candidatos -hasta entonces, pre candidatos-, que se enfrentarán en los comicios que tienen lugar en noviembre.

Como se lee en la gran mayoría de los análisis, arrasaron como precandidatos de ambos partidos en los citados eventos, lo cual era esperado, en el sentido de que superaron con creces a los rivales, descartando del juego a casi todos los contendientes. El presidente se impuso en el Partido Demócrata y el exmandatario encabezó los resultados en el Partido Republicano, con la excepción del estado de Vermont, donde su competidora, Nikki Haley, obtuvo una victoria. Y aunque cuantitativamente ni Biden ni Trump alcanzan aún el total de delegados necesarios para hacerse con la nominación partidista correspondiente, el resultado es bastante elocuente.

En pocas palabras, podría afirmarse que, en esta ocasión, ya está resuelta la incógnita que, en........

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