LA HABANA, Cuba. – Esto que usted mira en las imágenes es una cola, una cola de verdad y no la representación de una cola. Esto es una cola en todo su esplendor, una cola que capturó el lente de la cámara que tiene mi teléfono celular. Esto que mira el lector es una cola grande, más bien grandísima, en la farmacia que está en la esquina de mi casa. Esto es una cola y no una obra de René Magritte, quien nos mostrara la imagen de una pipa para decirnos luego que lo que veíamos no era una pipa, y sí la representación de una pipa.

Eso dijo Magritte hace ya un tiempo de la imagen de una pipa; pero la imagen que enfrenta el lector sí es lo que es. Esas fotos que presento son salidas de una realidad. Las imágenes que mira el lector son parte de una realidad. Lo que mira el lector sale de una existencia real anterior a la imagen, y va más allá de nuestras mentes. Esa es la imagen de una cola verdadera en la farmacia que está justo en la esquina de mi casa, en esa farmacia que se levanta sobre la Calzada de Primelles, en el Cerro, a escasos metros de mi casa.

Eso que mira el lector es, primero que todo, una cola y luego podría entenderse, si se empeña el lector, como la representación de una cola. Y no dudo que aparezca por ahí algún lector de Schopenhauer asegurando que lo que miramos es también una cola y que existe fuera de mi mente, y fuera también de la conciencia del lector, fuera de la conciencia de todos, incluidos los que no me leen ni miran las imágenes. Eso que vemos es una cola real que existe fuera, incluso, de la conciencia de los coleros y las coleras.

Esa es, definitivamente, la imagen de una cola en la farmacia de la esquina de mi casa, y no otra cosa. Es la cola que hacen mis vecinos, la cola que hacen los enfermos crónicos o sus familiares. Esa es una cola que podría estar llena de diabéticos, de hipotiroideos y sus contrarios, de individuos que sufren cáncer y a los que no les queda otro remedio que hacer la cola, aunque les duela ese órgano que está enfermo.

En esa cola puede estar el hombre delgadísimo y demacrado que alguna vez fue un hombre alegre y saludable y que ya no lo es, que ahora es un enfermo crónico que procura su medicamento para paliar dolores, para atacar a las células cancerígenas que se reproducen en su cuerpo.

Y en esas colas encanecen los enfermos, en esas colas van perdiendo sus cabellos los enfermos, hasta quedar pelados por culpa de esa medicación por la que hacen esas colas en la farmacia. Y en esas colas los enfermos enferman aún más. Esa cola es una cola larga, una cola que parece infinita, que resulta despiadada y ominosa.

Esa cola pudo comenzar durante la noche anterior, o más atrás, y bajo el sereno y la frialdad de la noche. Esa cola pudo comenzar hace semanas; pudo iniciarse tras la última distribución de medicamentos, aquella vez en la que no alcanzaron los medicamentos que precisan algunos enfermos por el resto de sus vidas, para apalear su enfermedad crónica. Y esa cola no se acaba nunca. Los enfermos compran sus medicamentos y comienzan a hacer la cola al día siguiente y así hasta el infinito, es decir: hasta el día de la muerte.

Bajo el sereno de la noche pernoctan los enfermos, bajo el sereno enferman, bajo el sereno mueren también algunos. Y los enfermos tosen, se resfrían, esperan, esperan, esperan. ¿Qué esperan los enfermos? Los enfermos cubanos esperan la muerte en el cuerpo de guardia de un hospital, en el portal de una farmacia, en esas colas que hacen durante días en cualquiera de los dispensarios del país o en una tienda.

Los enfermos cubanos esperan la muerte, porque la recuperación sin medicamentos es poco probable. Los cubanos saludables cruzan los dedos para espantar la enfermedad y la muerte, cruzan los dedos para espantar las colas en las farmacias, aun reconociendo que llegará el día de hacer la cola bajo el sereno de la noche; en la farmacia que está en la esquina de mi casa, en cualquiera de las desabastecidas farmacias de la Isla.

Los cubanos esperan el camión que distribuye los medicamentos. Los cubanos reconocen los camiones de la empresa distribuidora de medicamentos; reconocen sus ruidos, sus señas, incluso a los choferes que manejan los camiones que hacen el camino desde los almacenes de la empresa distribuidora hasta la farmacia.

Los enfermos no esperan por ese azar concurrente del que hablaba Lezama Lima para enterarse de la llegada del camión. Ellos indagan, ellos hurgan, vigilan, dan la voz de alarma. Los enfermos se avisan los unos a los otros. Los enfermos son solidarios entre sí y pagan al empleado de la empresa distribuidora de medicamentos para que les haga saber el día, y si es posible la hora, en que frenará el camión delante de la farmacia, que para ese instante ya podría estar repleta en sus portales, en todos sus alrededores.

La administradora de la farmacia hace el pedido que es pura burocracia, y los burócratas y ladrones del almacén de medicamentos envían lo que tienen, eso que podría exhibir enormes discordancias con la solicitud que hiciera la farmacia. Los cubanos enfermos están al tanto de la entrada del “pedido”, que así lo llaman los de la farmacia y también los de la “empresa distribuidora de medicamentos”, y hasta los enfermos.

Todos preguntan por “el pedido”, todos se preparan para la llegada del pedido que se retarda, que no llega, que se aplaza tanto que nos hace recordar otros pedidos, sobre todo a esos pedidos que hace con regularidad el cementerio. Los empleados de la farmacia duermen bien, mientras los enfermos lo hacen al aire libre, en el portal de la farmacia, en la acera, en el pedacito de suelo que encuentran vacío, disponible para el descanso y el sueño.

Los de la farmacia duermen bien, mientras los enfermos soportan el sereno, la humedad, esa frialdad, que se pega a los huesos. Los de la empresa distribuidora duermen y los enfermos vigilan. Los enfermos esperan la llegada del día y vigilan la llegada del camión que distribuye las pastillas, los ungüentos.

Los enfermos esperan la “salud” que viene sobre las ruedas de un camión de la empresa distribuidora de medicamentos. Los cubanos esperamos y esperamos, pero pocas veces nos sentimos servidos. Los cubanos esperamos, esperamos la sobrevida que podría llegarnos en un blíster con pastillas pequeñitas; con píldoras blancas, con píldoras rosadas, con píldoras tan verdes como la esperanza que no llega, pero aun así son muchos los cubanos que tendrán que esperar al camión de la empresa distribuidora, pa’ por si acaso…

Los cubanos esperan semanas, meses, para continuar el tratamiento de antibióticos que recomendó el médico. Los enfermos de Parkinson esperan las tabletas que hacen decrecer los temblores que no cesan. Esperan los enfermos de cáncer por ese paliativo a sus dolores y que la mayoría de las veces llega tarde porque la enfermedad tuvo fatales desinencias.

En Cuba el enfermo podría morir en la cola de la farmacia, por la fuerza de la enfermedad, por el disgusto que le provocara el que no hizo la cola y se coló. Y cada cola deriva en una cola más larga. Esta cola que muestro es una cola de vecinos habaneros en la farmacia que está en la esquina de mi casa.

El enfermo hace la cola durante toda la noche, y en la mañana se enrola en otras colas. Después de una noche en vela bajo el sereno de la noche el enfermo sigue haciendo colas; la del pancito esmirriado, la de la libra de azúcar que no entró con el resto del azúcar y que añade una cola más. Colas, colas, cuchas colas que podrían acarrear fatales consecuencias. Y por todo eso hago notar las imágenes de una cola en la farmacia de la esquina, que es parecida a la del pan, a la cola que se arma para comprar la canasta básica o la cola para montar a la guagua.

Esa es la imagen de una cola, tan cola como todas las colas, infinitamente desgarradoras; infinitamente largas son esas hileras de cubanos en la farmacia, tan infinitas como las de esos otros cubanos que desandan extraños caminos para conseguir lejanas y extrañas geografías, y en la que no tendrán que hacer tantas colas para poder comer, para curar los males del cuerpo, y hasta los males del alma.

Y por eso insisto en las fotos de esa cola en la que se pretende recuperar la salud perdida, pero no la vida que se pierde en una cola. Esta es la cola en la que se espera la muerte creyendo que se procura la vida. Y todas esas colas tendrán sus reaccione, sus desinencias. Esas colas podrían ser también un estímulo. Esas colas tendrán que ser alguna vez las colas para vivir sin la necesidad de buscar la vida en medio de un tumulto de gente que encuentra la muerte cuando creía que buscaba la vida.

Los cubanos buscan en la farmacia un regulador para su enfermedad, pero pocas veces lo encuentran, y entonces hacen otras colas; algunas en las afueras de una embajada. Los cubanos hacen filas, filas larguísimas mientras caminan sobre paisajes desconocidos, en geografías ajenas, buscando un paisaje saludable, y en esa búsqueda algunos mueren. Muchos cubanos mueren en esas otras colas, en esas largas hileras, en esas caminatas sobre ajenos paisajes para alejarse también de una enfermedad, para dejar atrás ese cáncer que es el comunismo, y sus muchas colas. Y pareciera que nuestro destino es “la cola” en todos sus significados.

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Esto sí es una cola

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07.03.2024

LA HABANA, Cuba. – Esto que usted mira en las imágenes es una cola, una cola de verdad y no la representación de una cola. Esto es una cola en todo su esplendor, una cola que capturó el lente de la cámara que tiene mi teléfono celular. Esto que mira el lector es una cola grande, más bien grandísima, en la farmacia que está en la esquina de mi casa. Esto es una cola y no una obra de René Magritte, quien nos mostrara la imagen de una pipa para decirnos luego que lo que veíamos no era una pipa, y sí la representación de una pipa.

Eso dijo Magritte hace ya un tiempo de la imagen de una pipa; pero la imagen que enfrenta el lector sí es lo que es. Esas fotos que presento son salidas de una realidad. Las imágenes que mira el lector son parte de una realidad. Lo que mira el lector sale de una existencia real anterior a la imagen, y va más allá de nuestras mentes. Esa es la imagen de una cola verdadera en la farmacia que está justo en la esquina de mi casa, en esa farmacia que se levanta sobre la Calzada de Primelles, en el Cerro, a escasos metros de mi casa.

Eso que mira el lector es, primero que todo, una cola y luego podría entenderse, si se empeña el lector, como la representación de una cola. Y no dudo que aparezca por ahí algún lector de Schopenhauer asegurando que lo que miramos es también una cola y que existe fuera de mi mente, y fuera también de la conciencia del lector, fuera de la conciencia de todos, incluidos los que no me leen ni miran las imágenes. Eso que vemos es una cola real que existe fuera, incluso, de la conciencia de los coleros y las coleras.

Esa es, definitivamente, la imagen de una cola en la farmacia de la esquina de mi casa, y no otra cosa. Es la cola que hacen mis vecinos, la cola que hacen los enfermos crónicos o sus familiares. Esa es una cola que podría estar llena de diabéticos, de hipotiroideos y sus contrarios, de individuos que sufren cáncer y a los que no les queda otro remedio que hacer la cola, aunque les duela ese órgano que está enfermo.

En esa cola puede estar el hombre delgadísimo y demacrado que alguna vez fue un hombre alegre y saludable y que ya no lo es, que ahora es un enfermo crónico que procura su medicamento para paliar dolores, para atacar a las células cancerígenas que se reproducen en su cuerpo.

Y en esas colas encanecen los enfermos, en esas colas van perdiendo sus cabellos los enfermos, hasta........

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