Hace años empecé a ver vídeos de un personaje con aspecto de villano que se paseaba por los platós. Sus gritos, lejos de resultar novedosos, eran una continuidad de la oleada ultraliberal populista. Soluciones sencillas a problemas complejos. En cualquier caso tuve claro que ese tipejo extravagante llamado Javier Milei lo tenía todo para convertirse en presidente de Argentina. Si algo puede ir mal, en Argentina va peor y Milei es nuevo jefe del Gobierno enfrentándose al Peronismo, a las mujeres, a la memoria democrática y sí, también al fútbol. Digo más, negando a Maradona al que apodó en un tuit ‘Mardedroga’ y decía que era peor que Pelé.

Más allá de la blasfemia que recordaron las hijas de Diego en la campaña, Milei ha disparado varias veces en las últimas semanas contra el corazón del establishment futbolero, los clubes. Aplicando la demagogia su idea consiste en que Boca Juniors, River Plate y demás entidades legendarias y arruinadas pasen a ser empresas. “¿Qué pasa si alguien quiere que su club sea como el Manchester City? ¿Cuál es el problema?”, resumió con la fina vehemencia de los fans de la fruta. No puso como ejemplo al Real Madrid CF o al FC Barcelona, los mejores clubes del mundo con una estructura económica de socios, como los argentinos. No, de ejemplo puso al City, paradigma del nuevo fútbol millonario especulativo.

Los dirigentes del fútbol argentino clamaron contra Milei, pero su credibilidad es la de un ministro de Economía con una inflación interanual del 143%. Confundir a los directivos con el fútbol argentino es muy injusto. Los aficionados de San Lorenzo que han luchado por la vuelta de su estadio a Boedo, los de Racing que recuerdan a sus desaparecidos y los cientos de clubes pequeños de las categorías del Ascenso son el fútbol argentino. Esa metáfora del país que representó en 2004 Juan José Campanella en Luna de Avellaneda. Un club en ruina que vota desesperado para convertir su cancha en casino. El protagonista es idealista, apasionado y bueno. Y pierde.

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